Capítulo 15 (último)

La guerra ha terminado hace tiempo. Los pueblos arrasados surgieron otra vez de entre los escombros. Hay menos libertad que antes, y la Justicia y el Derecho siguen entregándose a los fuertes, como mujerzuelas. El “material humano” ha sido repuesto. El mundo está tranquilo. Pero Iberina no ha ganado nada con la paz.

No; no ha ganado nada. Ahora no es más que una ciudad aburrida y monótona, con silencio en las calles y en las almas, donde lo extraordinario es imposible, donde nadie echa tierra y guijarros en los hogares- en vez de carbón-, donde si la vieja barcaza de Riera existiese, no valdría más que un montón de leña, donde los chicos prefieren un uniforme de “botones” al de un boy-scout.

Las telas que urde Moltó por procedimientos malayos no salen ya de España ni aun de la región; ha hecho falta un decreto firmado por el rey para que, como protección a la industria nacional, se vistan con ellas los niños de todos los asilos de la provincia, que desde entonces marchan en Iberina por el medio de las calles, con unos carteles que avisan: “¡Ojo, que mancho!”. Los periódicos languidecen, sin interés, empleando en sus reseñas de los partidos de fútbol el stock de frases entusiastas acumuladas para describir y enjuiciar la guerra. Medina, absorto en la contemplación de su ombligo literario, se complace en mondar al hombre de sus divinas cortezas, descubriendo ahora el Mediterráneo de los seres que coexisten dentro de un solo ser, y de segregar metáforas que no sirven idea alguna, vacías como esos huevos de avestruz pintarrajeados que cuelgan en algunos gabinetes indianos. Don Arístides Sobrido y el mueblista Suárez turnan en la presencia de la Agrupación de tenedores de marcos-papel. Muchas fortunas se disiparon con la humareda de la última granada. El dinero volvió a encogerse, temeroso, en sus cuevas blindadas, inasequible y huraño. Para el comerciante es imposible ya aquel seguro optimismo con que cada mañana, al despertar, llamaba telefónicamente a sus empleados para ordenarles con una jovial arbitrariedad:

–          Subid hoy en una peseta el kilo de café.

Todos hubieron de claudicar lentamente. Sólo los hermanos Zaera supieron defender sus privilegios con tesón heroico, y, como en los felices tiempos en que todo se justificaba diciendo: “¡es la guerra!”, aumentaron todas las semanas el precio de sus artículos. La clientela les abandonó; muchos géneros se pudrieron en un almacén. Pero ellos iban acumulando sobre los que aun quedaban el coste de los otros y el crecido interés que ansiaban, Hace un mes sólo poseían un saco de castañas pilongas. Cada una de estas castañas estaba valorada por los Zaera en siete mil pesetas. Quizá hoy valgan más. Cuando alguien les reprendía su locura contestaban:

–          Ganar algo, vendiendo mucho, es un criterio comercial inadmisible. Produce disgustos, obliga a cavilar en exceso. Nosotros aspiramos a ganar mucho vendiendo un poco. Es cierto que nadie entra en nuestra tienda hace años; pero el día en que vendamos esas castañas podremos retirarnos de los negocios, enriquecidos. ¿Y por qué no ha de llegar ese día?

Los hermanos Zaera son socios de honor de todas las Cámaras de Comercio españolas, que han reconocido en ellos los representantes más fieles del criterio mercantil de la nación. En la Junta de Aranceles y Valoraciones se ha recibido y comentado favorablemente una memoria firmada por los hermanos Zaera, cuyo título es: “Protección a la venta de un saco de castañas pilongas”. Se espera de un momento a otro la promulgación de una ley que les ampare.

Pero este es un caso aislado; como el de aquel camisero de la calle Larga que mató de un tiro a un sujeto que, después de adquirir un cuello planchado, se negó a comprar también una docena de calcetines. Aunque, según declaró el matador ante el juez, no disparó precisamente por eso, sino por el miedo insuperable a que el tal individuo le devolviese el cuello al comprobar que no era de la medida solicitada. Y esta eximente le salvó.

Nada de esto podía ocurrir durante los años de la guerra, en los que todo el mundo ganaba y tiraba el dinero alegremente, convencido por tantos reiterados ejemplos de que las más grandes fortunas, acumuladas a costa de esfuerzos extraordinarios, podían convertirse de la noche a la mañana en un montoncito de papel, y de que la vida era todavía más insegura que la riqueza. Se pensaba entonces que la miseria y los cascos de granada llegan a todas partes cuando menos se les espera, y se procedía consecuentemente. El juego y el vino enaltecían la existencia con sus encantadoras arbitrariedades, y millares de mujercitas extranjeras refugiadas en nuestro país, mientras aprendían la recia lengua castellana en los cabarets, nos enseñaban que el amor es desesperadamente igual en todas las razas, y que el tipo de la “real hembra”, en cuya veneración aun vivíamos, era indigesto e indefendible. Por ellas supieron con estupefacción nuestras “tanguistas” que no es absolutamente indispensable arrojar botellas contra la pared para divertirse, y este descubrimiento perjudicó en alto grado los intereses de las fábricas de espejos.

Perdimos algo más con la pacificación de Europa. Perdimos muchos hombres ilustres, muchos ciudadanos notables, muchos cerebros privilegiados. Tantos como los beligerantes destrozaron en la guerra, se anularon, con la paz, en España. Innúmeros compatriotas nuestros se habían creado una alta reputación injuriando fuertemente a cualquiera de los bandos en lucha. El iberiense que llamó “igorrotes” a los alemanes, fue concejal. Gritando: “¡Viva Alemania!”, o “¡Viva Francia!”, se escalaban puestos en política, en la administración y en la literatura. Entonces no se exigía nada más. El talento de un francófilo era inapreciable para los germanófilos, pero deslumbraba a los amigos de la Entente. Y al revés. Entonces tuvimos más genios que nunca. Pero ya se extinguió aquel placer de vivir en un país de prohombres, donde uno mismo podía serlo nada más que con lanzar un grito. Acabada la guerra, todo se aplanó, y las grandes figuras que vociferaban “¡viva!” y “¡muera!” volvieron a sus proporciones normales, exiguas. Don Amado Casal no consiguió nunca más tener un enemigo. En cuanto a aquel hombre tan emprendedor, tan pródigo en iniciativas, que era Jorge Pons, ha cesado súbitamente de ser útil a sus semejantes, y ahora circula por un cauce modesto el caudal de ideas de aquel ser extraordinario y fecundo que, si la suerte le hubiese asistido en la misma medida que a otros tantos, hubiera sido famoso banquero, inventor celebrado, negociante magnífico. Desde hace años rueda oscuramente por las ferias de Castilla la Vieja y Extremadura. Exhibía primero un homúnculo depauperado, de estrábico mirar, gelatinoso y cretino, al que anunciaba diciendo que era el español que había leído todos los artículos de la guerra publicados en la Península. Ejemplar único cuyo cerebro aseguraba estar adquirido por la Facultad de Medicina de Madrid para satisfacer curiosidades impacientes. Después mostró, por veinticinco céntimos, a la hija menor del Zar, milagrosamente librada de la furia bolchevique.

¡Oh, Pons, el antiguo proyectista Pons, no hará nada vulgar! Estoy seguro.

Algunas veces hablo con Atila, el que tan valioso auxilio prestó con sus críticas desde La Gaceta a las tropas del Kaiser. Y Atila me dice:

–          ¡Qué falta está haciendo otra guerrita, querido Velarde!

–          ¿Un poquito lejos- aclaro-, como aquella?

Y él entorna los ojos inteligentes y razona:

–          Un poquito lejos, si puede ser; se domina más el panorama, se enjuicia mejor.

Y yo exclamo, moviendo melancólicamente la cabeza:

–          ¡Pero es feroz, es feroz!

Entonces Atila discurre:

–          Es lo menos feroz, amigo mío. Todo lo que ocurre en el mundo es más horripilante y cruel que una guerra. El argumento de mayor importancia que se aduce contra las guerras es que en ellas muere gente. Pero, ¿es que vivirían aún los que cayeron en las luchas de Ciro, de Alejandro el Grande, de Napoleón? La guerra es… otra manera de morir. Y la más alegre, la más notoria, la más decorativa y comentada. La tierra removida en oleadas por los proyectiles, una tempestad de hierro aullando en el aire, luces, estrépito, desgarramientos… el soldado piensa: “¡Es el infierno desencadenado, es el universo que se desgaja; aquí no queda nada en su sitio!” Y cuando un trozo de metal taladra su cuerpo, añade: “¡Es natural; no podía ocurrir otra cosa; al diablo este barullo!”. Y muere contento de evadirse de aquella tremenda confusión. El mismo hombre, en la vida normal, invadido por los microbios de cualquier enfermedad incurable, agonizaría sin esperanza, tristemente aburrido en un lecho de setenta y cinco pesetas, seguro de que jamás se volvería a hablar de él. Un soldado sabe por qué muere. Un tífico, no. Un soldado dice: “Estoy colaborando en la Historia; ese francés me mata porque yo soy alemán: muy razonable”. Un tífico cavila: “Pero ¿qué abuso es este? ¿Por qué absurdo he de servir de pasto a unos bichitos que se me han metido dentro no sé cómo, que no me importan nada y con los que no tengo la menor relación? ¡Qué estupidez! ¡Qué muerte más inútil! ¡Si yo no me negaría a prepararles una buena gelatina para que se alimentasen y multiplicasen fuera de mí!” Y, fíjese usted, estas defunciones- que son las más numerosas y las más horribles- apenas infunden miedo a la humanidad. Las de la guerra, sí. Y el miedo es el motor que nos impulsa. Sin miedo, no existiría la civilización. El miedo nos llevó a construir nuestras primeras viviendas. El miedo nos hizo inventar una luz que sustituyese a la del día. El miedo nos enseñó a idear sistemas de movernos más aprisa. La primera vez que un hombre soñó en volar fue cuando comprendió que corriendo no podía escaparse del enemigo. El miedo es el espolique del progreso. ¿Por qué ocurre ese fenómeno, tantas veces comprobado, de que las ciencias avanzan prodigiosamente durante las guerras? Porque el miedo las anima. Se sabe que es un hecho de biología social la ruina de los imperios en cuanto logran extensión y grandeza bastantes para alcanzar la hegemonía del mundo; sin embargo, no se explica este paradójico decaimiento del fuerte en cuanto alcanza la máxima fortaleza. Pues yo le digo a usted: es porque su misma robustez invencible le impide tener miedo y al faltarle el miedo se ablanda y desmorona y deshace. Toda la organización de la sociedad se ha construido sobre la base del miedo. Por miedo se unieron los hombres que formaron el primer clan. Por miedo no saltamos sobre la mujer agradable, sobre la garganta del rival, sobre la cartera del transeúnte. El miedo- un miedo violento, colectivo, apremiante: el de las guerras- hace falta en el mundo.

–          Atila– pregunté-, ¿ha leído usted novelas de la guerra?

–          Sí- afirmó-, algunas…

–          ¿No cree usted que despertarán en los pueblos el horror contra esas hecatombes terribles?

–          Creo que suscitan una nueva curiosidad, que enseñan, a su pesar, el saboreo de la grandeza monstruosa de una lucha con los poderosos medios modernos de destrucción. Después de esas lecturas, muchísima gente iría encantada y ansiosa a presenciar una batalla, si pudiese verla con la misma seguridad que en el cinematógrafo. En verdad, ayudan otra guerra posible. Aun el más pacifista de los escritores exalta en sus páginas, en algún momento, el heroísmo, la frialdad ante el peligro, el bello desdén a la muerte. Eso es ayudar a la guerra.

–          Pero los sufrimientos que narran…

–          Hasta el que los ha padecido llega a olvidarlos. ¿Sabe usted quién fue el que quiso destruir, en una Exposición parisiense, un cuadro en el que se condenaba crudamente la guerra? Un ex soldado que conoció los suplicios del frente. Hay un asunto más original y tan útil como el de esos libros…

–          ¿Cuál?

–          La novela del canceroso. No está escrita aún.

Suelo dar un paseíto, antes de comer, por la calle Larga. Entonces veo grupos de muchachas que toman su aperitivo en la terraza del Bar Americano, desenfadadamente sentadas. Me hubiese gustado acomodarme cerca de ellas para escuchar su charla. Pero los cócteles son muy caros y, por otra parte, mi hiperclorhidria me prohíbe beber.

     Ellas tienen estómagos fuertes y… ganan más dinero que yo. Aurora gana también más dinero que yo. Es jefe de ventas. Su hermana terminará este año la carrera de Medicina. Nos arrinconan. Cuando pienso en esto veo claramente que lo único que la guerra ha cambiado en el mundo es la situación de la mujer. Los muros del hogar- ferozmente celosos- se agrietaron con la deflagración poderosa. Por el cruel desgarrón que produjo la marcha del hijo, del padre, del marido, hacia la estúpida muerte, salieron ellas también para tomar en los talleres las abandonadas herramientas y en las oficinas las plumas ociosas. Ha nacido una raza nueva de mujeres: la de las que ganan su pan con el trabajo honrado. Insospechadamente fuertes, insolentemente decididas, se encaran con el Ser que expulsó a la primera pareja del Paraíso y gritan:

–          ¡Quiero también para mí la maldición con que has afligido a Adán!

Y ahora se diría que, cada vez que cobran su jornal o su sueldo, el metal de las monedas va a endurecer más aún, a hacer más resistente, su libertad y su albedrío.

La larga niñez de Eva terminó en 1914, y la sangre que encharcó a Europa fue como la aparición de su pubertad.

Ellas pudieron acaso impedir la guerra con la fuerza de su debilidad, con la dulzura de su llanto, con la posibilidad en que estaban de confesar eso que ningún hombre debe decir nunca: la seguridad de que la guerra es un monstruoso sacrificio inútil. Pudieron cruzarse e el umbral de las casas, tenderse en los rieles del tren, obstruir con sus cuerpos sagrados las bocas de los cañones…; no se, no sé…: algo grande que sólo podría precisar si yo tuviese un corazón de madre. En cambio de esto, ellas mismas alistaban reclutas, sugerían al novio la trivial codicia de un cintajo, pronunciaban ante el hijo condenado a morir tópicos aterradores: “cumple con tu deber”, “salva a tu patria”…

Eran así… No sabían… Recoletas, dulces, educadas en la sumisión, adormecidas en el secuestro de su voluntad…

Ahora, dueñas de sí mismas, cultas, con influjo en la vida social, libres…, ahora será otra cosa…

En la próxima guerra se batirán rabiosamente a nuestro lado en sabe Dios qué infierno de imprevistas crueldades.

Capítulo 14

Cuando apareció por la tertulia de El Siglo, a su regreso de un viaje a Madrid, Suárez declaró que traía “una noticia gorda”

–          He visto a Pons.

–          ¿A Pons?

Le miraron, sorprendidos, y él gozó un momento de aquella curiosidad y de aquella extrañeza.

Sí, había visto a Pons salir de Los Burgaleses, a las dos de la madrugada, “con una de esas”, escandalosamente llamativa. Pons llevaba aún sus medias inglesas y su gorra peluda. Estaba bastante borracho. Cuando reconoció a Suárez en aquel hombre detenido ante él, con la boca abierta por la sorpresa, hizo un movimiento para huir; pero después se aproximó, saludando militarmente.

–          ¡Mi querido amigo!- tartajeaba-. ¡Qué alegría experimento al hallarle!… Aquí me tiene usted… Por unos días… Nada más que por unos días…

Suárez pudo balbucir un reproche:

–          ¡Pero… usted en Madrid, Pons!

–          Estoy…., estoy con licencia…, eso es. Tengo…, una pequeña licencia…

Su amiga le tiraba del brazo para llevárselo.

–          Espera, mujer- reprendía él-. Este señor es como si fuese mi general…; mi general…; nada menos… Pues sí, señor: estoy con licencia… ¡Bueno: he matado una de boches!… No quiera usted saber… Salían, y… ¡venga ametralladora!… ¡racatacatacata!… ¡Patas arriba todos!… Entonces me concedieron una pequeña licencia… Sí; me dijeron: “Puede usted descansar unos días, que bien ganado lo tiene.” Y…, claro…, vine a Madrid…

Luego, cogiendo el brazo a Suárez, se lamentó de que la suscripción de Iberina hubiese sido de tan tacaña exigüidad.

–          Porque yo soy un héroe, mi general; créame. Y usted es otro héroe…

Acentuó el tono confidencial para pedirle cinco duros.

–          Naturalmente- explicaba Suárez-, naturalmente, yo no se los di. Entonces volvió a saludarme a la manera militar y me dijo: “No importa: siempre a sus órdenes!. Y como la señora pintada continuase tirando de él, me guiñó un ojo y añadió: “Aquí…, una conquista de las trincheras…” Se dejó arrastrar por ella gritando: “¡Adieu, mon cher…; mis recuerdos a los cutres de Iberina!” ¡Muy borracho estaba!

Los oyentes de Suárez comentaron:

–          ¡Qué canalla! ¡Qué canalla!

Y Casal suplicó:

–          No divulguemos esa historia. Es una gran desgracia, y nuestros adversarios sabrían utilizarla en su favor. Para nosotros, como si Pons hubiese muerto.

Suspiró y dijo:

–          Era un retrógrado enmascarado!

El ex conserje Rosendo opinó:

–          Pues si yo fuese el señor Medina, nadie me privaría del gusto de escribir un buen artículo contra ese impostor en El Eco.

Medina alzó displicentemente una mano, con gesto aburrido. Que no le hablasen nunca de El Eco. Había decidido separarse de aquel periódico viejo como una momia, abominable urdimbre de tópicos, cataplasma para la burguesía adocenada.

Los contertulios se sobresaltaron. ¿Algún disgusto con el director?

–          ¡Cuéntenos Medina!

¿El director?… ¡Magnífica bestia bautizada! El joven escritor había cavilado mucho desde su instructivo viaje a Bayona; había leído algunas revistas italianas y francesas, y, poco a poco, descubrió la fórmula de un nuevo arte. Antes de conseguir este magnífico resultado sufrió angustiosas vacilaciones. Lo que primeramente advirtió fue que los asuntos de la vieja literatura eran fatigosos y su forma de expresión borrosa, gastada, vulgar. A fuerza de uso, las frases se habían vuelto romas. Había una arteriosclerosis de la imaginación. Era preciso buscar temas recién nacidos, palabras recién bruñidas, y descubrir puntos vírgenes en la sensibilidad del lector. Colmado de repugnancia hacia su propia obra, Medina había entregado al fuego toda su producción anterior. Hasta El pequeño héroe. Y se sintió acongojado, como si encima y debajo de su alma no hubiese más que vacío. Pero lentamente fue comprendiendo…; supo ver en el mundo que surgía de entre la ferocidad de la guerra los nuevos elementos de belleza, que no esperaban más que a su cantor. Y ya había ensayado algunos trabajos que el idiota de López, el director de El Eco, se había apresurado a devolverle lleno de un susto pueril.

–          ¿Acaso se ha hecho usted futurista?- indagó Casal con recelo.

–          Eso ya es muy conocido. En verdad, creo poder asegurar sin inmodestia que he ideado una nueva escuela. Hasta ahora no conozco un intento igual.

–          Hay el dadaísmo…- apuntó Suárez.

–          Mi teoría estética se llamará el avionismo– anunció gravemente Medina.

–          ¿Y qué pretende?

–          Incorporar los aeroplanos a la poesía. La aviación aparece ahora, en la vida moderan, con una pujanza que revolucionará el mundo. Pero las multitudes no ven en ella más que un suceso científico… Algo parecido ocurrió con el tren. Hacía muchos años que los trenes rodaban, y los novelistas continuaban describiendo diligencias románticas. Tardó bastante tiempo la humanidad en admitir que un viaje en tren pudiese ser interesante, aunque hoy el más inculto de nuestros prójimos sabe ya ver en un ferrocarril “la serpiente de hierro” y el “monstruo resoplante”. Si ustedes se fijan, verán que la literatura está fuertemente influida y jalonada por los medios de locomoción. Hay una literatura propia de la época en la que el hombre utilizaba el caballo. Entonces era de un prosaísmo imperdonable citar en unos versos a un cerdo o a un buey. Hay la literatura de la silla de postas y la del tren. Todas vigorosamente caracterizadas. La literatura del automóvil apuntaba ya- un poco cursi- cuando apareció el avión. Y el avión ha de ser el símbolo de lo que nuestra generación intente. ¡El pájaro zumbador que vuela entre un bosque de rascacielos! Nueva visión de la tierra, contemplada, no con la horizontalidad de los puntos cardinales, sino verticalmente, desde el cenit, de arriba abajo. Todo alterado, todo distinto… Trepidación, velocidad, nubes cosidas con el fuselaje del aeroplano…. Los filisteos se resistirán… Pero no importa… Estoy decidido a afrontarlo todo. Tengo aquí el boceto de una comedia que indignará al director y al crítico de El Eco y que gustará a unos cuantos, a los únicos que en definitiva me interesan.,,

–          ¿Cómo se titula?- preguntó Suárez con falsa curiosidad, con la que intentaba hacerse perdonar la impertinencia de un bostezo que había llenado de lágrimas sus ojos.

–          Puzle– contestó orgullosamente Medina.

–          ¡Ah!- hizo Suárez, no muy seguro de lo que aquello quería decir-. ¡Ah! Muy bien.

–          ¿Quiere usted leérnoslo?- preguntó Casal, que le había escuchado atentamente.

Medina accedió. En Puzle no había más que un personaje; pero cada uno de sus principales estados de espíritu, durante el curso de la obra, adquiría corporeidad y era representado por un actor distinto. Las vacilaciones que Geridón– nombre del ente- experimentaba antes de decidirse a perdonar a su novia infiel, encarnaban en cinco o seis Geridones que dialogaban con él, apareciendo en escena sin anunciarse, envueltos en una luz especial y distinta. El Geridón que le aconsejaba venganza debía hablar con voz profunda, erguido en una atmósfera color fuego. Geridón hablaba con todos, naturalmente, y todos hablaban con él, analizando la culpa de la novia y la sanción que merecía. Ninguno era Geridón enteramente, y entre todos componía a Geridón. En un instante en que la discusión, evadiéndose del caso particular, se elevaba a lo abstracto, a lo filosófico, un chiquillo, perseguido por una luz blanca, atravesaba la escena gritando: “¿Y si salieses a tomar un whisky?” Era- Medina lo explicó amablemente- un pensamiento pueril que había cruzado por el cerebro de Geridón. Cuando terminó la lectura, Casal, meditando, opinó:

–          ¡Es extraño…, es extraño!…

Y añadió después de un silencio:

–          La verdad es que se siente cambiar el mundo… Todo este estrépito de la lucha no es sino que rechinan los goznes de la humanidad al mirar a otra era…

En las pizarras de los periódicos apareció pocos días después la nueva telegráfica del armisticio.

El corazón de Iberina tuvo una pausa de estupor.

¿Armisticio? ¿Por qué un armisticio? La numantina comprensión de la lucha se alumbró otra vez en todos aquellos espíritus heroicos. ¿Armisticio? ¡No: adelante, adelante! Nadie depuso las armas. Los francófilos querían obstinadamente llegar a Berlín; los germanófilos se consideraban deshonrados al ceder antes que hubiese muerto el último soldado alemán. El naviero Riera, el fabricante Moltó, Melgar el minero, la muchedumbre de infelices que habían convertido una putrefacta acción industrial de seis duros en un montoncito de miles de pesetas, enviaban a Dios urgentes recados desde los reclinatorios de la Catedral. ¡Buen, Dios, buen Dios!, ¿por qué desamparas a tus criaturas? ¡Unos añitos más de guerra, buen Dios, y todo quedará redondeado y perfecto!

En los tres periódicos locales, la lucha continuaba aún. El Eco pedía represalias feroces, indemnizaciones extenuantes; La Gaceta amenazaba al mundo con un cataclismo social; El Faro, convertido al marxismo, en la desesperación de lo irremediable, proponía para el día siguiente la lucha de clases utilizando las ametralladoras que la paz dejaba en el ocio… Y al cesar la contienda se vio cómo todo estaba vanamente edificado sobre sus horrores, porque todo se tambaleó en Iberina y crujió, y se vino estrepitosamente al suelo. El Banco Mutual de la Clase Media y Adyacentes fue el primero en sucumbir. Desde que el señor Garcés había prescindido de Pons y tomado sobre sus hombros la carga de la gerencia de El Día de Mañana, el Banco había prosperado mucho. Una propaganda eficaz realizada en el campo y en los pueblos de la provincia, el ofrecimiento de intereses crecidos, una codiciosa ampliación en los negocios de la entidad y el hábil nombramiento de un Consejo de Administración compuesto de caballeros sin competencia, pero influyentes en la comarca- muy contentos de recibir algunas pesetas mensuales por el alquiler de sus nombres- habían aumentado considerablemente los ingresos del Banco. El viento de la prosperidad hinchaba las velas que el proyectista Pons había tendido dos años antes con el auxilio del fabricante de conservas. El día de Mañana tenía instaladas sus oficinas en la principal calle de la ciudad; los empleados eran numerosos; los libros, concienzudos; las máquinas de escribir tecleaban sin descanso… Ningún tropiezo, ningún revés.. Únicamente…

     Pero esto apenas merece contarse.

     Únicamente, algunos meses después de firmada la paz de Europa, el subdirector del Banco, luego de recibir los prudentes consejos de Garcés acerca de diferentes asuntos, y cuando la conferencia parecía ira a terminar, colocó cuidadosamente su lápiz detrás de una oreja y se decidió a balbucir:

–          Tengo que decirle a usted algo grave acerca de Aguilera.

–          ¿Quién es Aguilera?- inquirió el gerente.

–          Ese muchacho que han recomendado cuatro señores consejeros. Se le ha concedido una plaza y hace un mes que trabaja en el Banco. Temo mucho que, si trabaja un año más, nos arrastre a la ruina.

–          ¿Qué hace?

–          Nada que revele sentido común, señor. Se equivoca al hacer los pagos, se equivoca al hacer los cobros, jurarían que desconoce la aritmética. Acaso por eso…

Se detuvo.

–          ¿Qué?

–          No quiero acusarle de nada deshonroso…, pero es lo cierto que hemos notado la falta de veinte duros… Sin duda, por uno de sus errores, los ha entregado indebidamente…

El señor Garcés frunció el ceño.

–          Mándele usted venir.

Cinco minutos después, el joven Aguilera comparecía ante el gerente mordiendo el cabo de una pluma, con los dedos terriblemente manchados de tinta.

–          Siéntese usted, amigo mío- dijo Garcés-. ¿Cómo está su familia?

–          Bien, señor; mi familia está perfectamente.

–          ¿Y usted?

–          Mejor aún que mi familia, señor. Desde que he conseguido emplearme en este Banco, soy feliz: sueldo regular, guapas mecanógrafas, libros muy anchos, asientos muy estrechos, cajas de hierro, billetes a montones… Soy feliz. Comprendo que nací para vivir en este ambiente. Nunca lo abandonaré por mi gusto.

–          Sin embargo, han llegado hasta mí algunas quejas relativas a su comportamiento…

–          Nadie está libre de tener enemigos.

–          Dígame: ¿cuántas son tres por cuatro?

–          Veinticuatro- respondió el dependiente sin la menor vacilación.

–          ¿Y siete por ocho?

–          Trece.

Sobrevino un silencio que duró un minuto.

–          Amigo mío- habló al fin Garcés- siento mucho lo que voy a decirle: tres por cuatro no han sido nunca veinticuatro, ni siete y ocho, trece. Mientras haya un solo empleado en el banco que tenga esa misma opinión que usted, nuestros dividendos corren peligro.

El joven mordió más nerviosamente el mango de la pluma, con los ojos entornados, como si recapacitase.

–          Reconozco que he incurrido en un error de cálculo. Pero le aseguro que si dije que tres por cuatro son veinticuatro, no fue para molestarle a usted.

–          Así lo creo.

–          Fue, sencillamente, una equivocación.

–          Sin duda. Pero inadmisible. Permítame aun otra pregunta. ¿Sabe usted el paradero de cien pesetas que desaparecieron entre las que ayer le fueron confiadas a usted?

El joven movió la cabeza con aire de disgusto.

–          ¡Ya lo creo que lo sé!

Suspiró fuertemente:

–          Créame: vale más no hablar de eso.

–          Perdón- insistió Garcés-; me satisfaría mucho enterarme…

–          En fin…, pues… ¡nada!…: las perdí ayer en la ruleta.

–          ¿Usted juega?

–          ¿Y qué va a hacer uno? Había calculado una magnífica martingala: apostar al número que no hubiese salido en las últimas cuarenta veces, con lo cual las probabilidades de ganar eran mayores. El 12 estaba en ese caso. Duro a duro, apunté en su casilla las cien pesetas. Pero no acerté. Es increíble.

–          Esas cien pesetas no eran de usted.

–          No, no era mías.

–          Las había usted sustraído al banco, atropellando nuestra buena fe, la confianza de sus jefes…

–          Bueno…, sustraído…, según… Yo pensaba realizar un buen negocio, ganar treinta y cinco por uno… Le doy mi palabra de honor de que no creía perder. Pero no lo hice por perjudicarles… Si sale el 12, ustedes tendrían un dinero…

–          ¿Y ahora?

–          Ahora…, naturalmente…, es imposible.

El señor Garcés dio un puñetazo sobre la mesa.

–          ¡Usted nos ha desfalcado!- gritó-. ¡Usted ha abusado de nosotros!

–          No…, no…; apenas se trata de una mala especulación… Se lo aseguro… No he tenido suerte: eso es todo.

–          ¡Cínico!- rugió el gerente.

Apretó con insistencia un timbre.

–          ¡Avise usted a la policía!- ordenó al portero.

Y el joven Aguilera fue a la cárcel. Cumplía ya no sé qué condena cuando el Banco Mutual de la Clase Media y Adyacentes se desmoronó entre susto y escándalo. Nadie pudo recuperar un solo céntimo. El señor Garcés había invertido una gran cantidad de dinero en la compra de marcos. Los marcos bajaron, y el señor Garcés- lleno de fe en el resurgimiento de Alemania-, volvió a comprar. Continuó el descenso. Un millón de marcos valía una peseta…; después, un real; después bastaban diez céntimos para poseer treinta o cuarenta billones. Y Garcés compraba, compraba… El dinero de las cuentas corrientes, los valores depositados…, todo fue invertido en aquellas adquisiciones. Centenares de familias encontráronse en la miseria sin saber por qué, sin culpa ni aviso, y lloraban en la vía pública, o permanecían atónitas, apoyadas en los muros del banco, retenidas allí por la vaga esperanza de descubrir, al fin, que aquel cambio brusco de la comodidad a la inopia no había sido más que un mal sueño.

Garcés compareció ante los jueces. Explicó que sus intenciones eran buenas: se proponía ganar. Lo juró por los dioses y por sus hijos. No había querido arruinar a nadie, sino enriquecerse él. ¿Quién puede censurar este afán especialmente legítimo en un banquero?. Se había equivocado, pero su intención era buena. Una especulación desgraciada: nada más. Falta de suerte. ¡Si Alemania hubiese pagado…!

Le dejaron en libertad. Su reputación de hombre de negocios aumentó mucho desde entonces; en cuanto a su honor personal, no hace falta aclarar que no sufrió menoscabo. Cuando Aguilera se cruza con él en la calle, el antiguo empleado baja la cabeza, cargado de humillación y de remordimientos.

Capítulo 13

Una tarde, Fandiño se presentó en la Secretaría del Ayuntamiento para hablar con Casal. Quería comunicarle ciertas extrañas observaciones. Inclinándose sobre la mesa, le miró con fijeza, remontadas las cejas peludas hacia el mar de arrugas de la frente.

–          ¿Sabe lo que ocurre, don Amado?

–          ¿Qué ocurre, Fandiño?

Y Fandiño, con aire de misterio, comenzó a contar. Todas las noches, después de cerrar su taberna, tenía la costumbre de sentarse un ratito a la ventana y fumar un puro. Desde aquella ventana de la casita arrabalera se veía el campo, y estaba muy bien así, en tales momentos, descansando de las preocupaciones que le acosaban desde que- como si lo viese- algún miserable le denunció a Inglaterra para hacerle incluir en las Listas Negras. Pasaba así unos minutos, sin más luz que la de su cigarro y la de la luna, cuando la había…

–          ¿Y qué Fandiño?- cortó Casal-. Le advierto que tengo mucho trabajo.

–          ¿Y qué…?- acentuó con gesto misterioso-. Pues que todas las noches, desde hace dos semanas, pasa Halp, el alemán, por delante de mi casa, a eso de las once, y se dirige al campo…

Casal comenzó a prestar atención. Aun no sabía en qué iba a parar aquella historia; pero frunció el ceño y murmuró preocupadamente:

–          ¡Hola!… ¿Al campo?…

–          Espere usted. Se interna en el campo , y poco después se ve brillar una luz casi en la cima del monte Pelado.

–          ¿Una luz, Fandiño?

–          Una luz, querido señor Casal. Estos ojos la han visto. Una llamita. Brilla y se esconde hasta tres veces.

Don Amado dio un ligero silbido para condenar la gravedad de lo que estaba oyendo.

–          ¿Y ocurre esto todas las noches?

–          No; en los quince días que lo vengo observando, tres veces no hubo señales luminosas. Pero siempre que las hay es después de que Halp ha pasado. Y, la verdad, a mí todo esto me tiene con un poco de escama. ¿Le parece a usted que dé cuenta de todo lo que ocurre al cónsul de Inglaterra? Así verán que…

–          No- apresurose a replicar don Amado, reteniendo por una manga a Fandiño, como si temiese una realización inmediata del propósito.

–          ¿Quizás, entonces, a la Guardia Civil?

Casal miraba al vacío, como el que forja un plan.

–          No amigo mío, no. No entere de esto a nadie. Déjeme usted obrar. Si vamos con el cuento a las autoridades, se ha perdido todo. Aquí no hay más que retrógrados que serían capaz de avisar al pájaro. Punto en boca, Fandiño. Creo adivinar lo que ocurre, y, si acierto, es más grave de lo que usted cree.

Horas más tarde, don Amado hizo apretar en su torno el círculo de amigos de la peña del Siglo; se cercioró de que no podían oírle más que oídos francófilos, y expuso:

–          Para esta noche les tengo reservada a ustedes una magnífica sorpresa. Esta noche iremos de caza.

Le miraron sin comprender. Los ojos de don Amado relucían. Dejó caer estas palabras:

–          Iremos a la caza de un espía.

–          ¿De un espía?

–          De Hermann Halp.

Los otros no acababan de comprender. Antes de explicarse, Casal disertó, indignado:

–          ¡Estos teutones!… Cada uno de ellos es un espía, desde el Kaiser al último alemán. Sus comisionistas, sus institutrices, sus mecánicos, todos los que vemos frecuentemente andar entre nosotros con los pretextos de apariencia más razonable, no son más que espías, viles espías, los malditos…

–          Bien, don Amado; pero ¿qué sucede?

Don Amado trasladó a sus amigos el relato del tendero del arrabal. Hubo un silencio de estupor.

–          ¿Es posible?

Y Casal, con la mirada chispeantes:

–          Esta misma noche lo comprobaremos. Dentro de media hora hay que estar ocultos junto a la casa de Fandiño para seguir a Halp y sorprenderle. _Yo voy preparando a todo trance.

Y mostró con disimulo un terrible revolver de reglamento. Medina se retrepó y comenzó a jugar con un terrón de azúcar.

–          Todo eso es muy grave –dijo-; pero, francamente…, yo creo que nuestro deber, mejor que ir allá, es avisar a la policía…

–          ¿Para que lo estropee todo?- increpó don Amado.

–          Es verdad –apoyó el exconserje del Colegio de San Antonio-; la policía no debe intervenir hasta que lo tengamos todo aclarado, cuando ya no puedan echar tierra sobre el asunto. Hay que ir allá.

Medina hizo un mohín.

–          Es que yo creo que… Piensen ustedes: ¿qué diablo va a espiar a ese hombre?… Aquí no hay fuertes ni tropas…

Casal extendió hacia él sus manos.

–          ¡Ah, hombre candoroso!… No hay fuertes, no hay tropas…, pero, ¿y el mar?… ¿No tenemos el mar a medio kilómetro del monte Pelado? ¿No se ve desde el mar el monte Pelado?

–          ¿Y qué?

–          ¿Y qué?… ¿Pero aún pregunta usted “y qué”, desdichado?… ¿Se olvida de los submarinos? ¿No puede existir en alguna de las grutas que el mar ha cavado en la costa un depósito de gasolina? ¿Es absurdo pensar que Halp reciba y transmita órdenes para los sumergibles y les suministre datos acerca de la ruta de los barcos que han de torpedear? Imagínese algo de eso. Nosotros habríamos prestado un gran servicio a la Causa si lo descubrimos. Es nuestro deber intentarlo.

–          Algo tiene que ocurrir ahí- intervino Suárez-; esos paseos y esas luces no son cosa buena.

Medina tornó a encogerse de hombros, íntimamente amedrentado por aquella dudosa aventura. Entonces Rosendo suspiró:

–          ¡Si estuviese Pons con nosotros!

Evocaron a aquel Pons tan decidido, tan valiente, tan modesto a la vez. A pesar del tiempo transcurrido, nadie tenía aún noticias suyas. Casal creía que estaría instruyéndose militarmente. Otros le suponían batiéndose ya en la Francia invadida y no faltaba quien le llorase muerto; la verdad es que cada nuevo día circulaba un nuevo rumor acerca del legionario.

–          Pero también servimos nosotros para encararnos con Halp- afirmó el ex conserje.

Requirió un grueso bastón de nudos y se puso en pie.

–          ¡Vamos ya!

–          Vamos.

Medina rogó aún:

–          Déjenme, por lo menos, ir a mi casa a buscar algún arma…

–          No hay tiempo, Medina; van a dar las diez.

Suárez le ofreció su bastón:

–          Tome. Es de estoque.

–          ¿Y usted?… No, llévelo usted…

Porfiaron, y al fin Suárez siguió con el estoque. A grandes zancadas, por las calles más oscuras, salieron de la ciudad y se agruparon tras la fuente de ancho pilón que había cerca de la casa de Fandiño, en un ensanchamiento de la carretera, donde los campesinos llevaban a abrevar sus bestias en los días de mercado.

El camino estaba desierto. En la ventana de Fandiño se veía brillar de vez en vez el ascua de un puro. El tendero les había saludado, al conocerlos, golpeando en los cristales. Dieron las diez en los relojes de la ciudad, y continuó el silencioso acecho. Estaban agazapados tras la fuente avizorando la carretera. Medina aventuró:

–          Me parece que hoy no vendrá.

Pero Casal siseó, y ya el literato no se atrevió a insistir en su presentimiento. Al fin, a la luz del último farol del arrabal, se vio la conocida figura de Hermann que avanzaba con la cabeza baja, la corra echada sobre los ojos, como si no quisiese ser identificado. Los que esperaban, ocultáronse totalmente. El ascua del cigarro de Fandiño comenzó a trazar extrañas trayectorias detrás de los vidrios como para advertir:

–          ¡Ahí os va! ¡Ahí os va!

Le dejaron adelantarse un poco. Después don Amado volvió la cabeza hacia sus amigos y pronunció en voz casi imperceptible una sabia orden estratégica:

–          ¡Fila india!…

Y echose a andar el primero por la cuneta, encorvado, apoyándose a veces en el borde de la carretera, llevando en la mano el formidable revólver. Detrás, casi pisándole, iba el ex conserje. Luego, Medina, tembloroso, porque no creía que aquello tuviese buen final y también porque, en ocasiones, veía brillar demasiado cerca el estoque desenvainado de Suárez, que caminaba el último. Al fin se paró y habló al oído de éste, en voz como un suspiro:

–          Tenga usted cuidado con el estoque.

El otro no le oyó:

–          ¿Eh?

–          Que me va a pinchar con el estoque.

–          ¡Ah, bueno!… No se preocupe…

Sin embargo, a Medina no le tranquilizó aquella respuesta. Volvió a susurrar:

–          Vaya delante. Es mejor.

Suárez pasó al tercer puesto de la “fila india”, y siguieron gateando por la cuneta.

No había luna, pero la noche tenía esa vaga claridad que difunden las estrellas, y podían ver, antecediéndoles algunos metros, el borroso bulto del alemán que caminaba sin apreciables indicios de precaución.

Casi al pie del cerro, se sentó en el pretil que en aquel lugar tenía el camino y esperó. Sus perseguidores le vieron encender una pipa. Pasaron algunos instantes. Cada uno de los cuatro amigos creía que los latidos de su propio corazón llenaban el ruido de la noche. ¿Qué iba a ocurrir? ¿Qué revelación trascendental se preparaba? La imaginación de Medina evocaba el recuerdo de todas las películas de espionaje vistas en el “Cine iberiense” y los graves peligros que en ellas sorteaban los héroes aumentaban ahora su total inquietud.

Estaban casi tumbados en el suelo, sin halar, sin moverse, esperando con una grande ansiedad el instante de la revelación apetecida.

De pronto, a media ladera del monte, brilló una luz; luego, otra; y una tercera; así como si alguien encendiese cerillas, las sostuviese un breve tiempo en alto y las dejase caer. Fandiño no les había engañado. Pero no era Halp el que hacía las señales. Halp estaba allí, sobre el pretil, y ahora se alzaba y se dirigía al monte. El “otro”, el aun desconocido, era su cómplice.

¿Quién? Don Amado pensó rápidamente que pudiera ser un tripulante de los submarinos desembarcado a favor de la noche. Un enardecimiento poderoso avisaba a Casal que estaba a punto de levantar el velo que ocultaba algo muy importante. Nunca ningún soldado se arrastró, entre las sombras, con el ardor contenido y la fe y la decisión con que don Amado se deslizó por el monte seguido de sus preocupados compañeros. Llegó a pensar- ¡puede tanto el concepto literario del espionaje!-, llegó a pensar:

–          Si hay en el cerro alguna galería subterránea y se nos escapa por ella…

Y así lo creyó, porque la vaga sombra del teutón había desaparecido. Pero pronto vio el tenue resplandor de su pipa a cuatro metros de él, en una sombría oquedad de la tierra. Se oyó un cuchicheo. Don Amado se detuvo para reunir a sus amigos, acosado por una terrible impaciencia, por una enorme inquietud que no le permitía esperar más tiempo.

–          ¡Vamos a cogerles…, a coger al cómplice!

Se incorporó de un brinco y echó a correr.

En las tinieblas se le oyó gritar con una extraña voz ronca, que no parecía la suya:

–          ¡Alto!

Hubo un rebullicio. Alguien se deslizó…

     Don Amado volvió a amenazar:

     _ ¡Rendirse!

     Después de una indecisión, como no oyesen tiros ni advirtiesen otras señales de lucha, los amigos de Casal acercáronse apresurados. Casal, emocionadísimo, ordenó:

–          ¡Una cerilla! ¡Encended una cerilla!

Suárez apretó el resorte de la lamparita eléctrica que utilizaba para subir de noche las escaleras y proyectó su luz con mano temblorosa. Frente a ellos, con expresión inquieta, estaba Halp, parpadeando deslumbrado.

–          ¡Manos arriba!- vociferó Casal, aproximando el terrible revólver al pecho del sorprendido-. ¡Manos arriba!

Y cuando lo tuvo como a un cowboy de película, dispuso:

–          ¡El cómplice, el cómplice!… ¡No le dejéis escapar!

Rosendo y Medina encendieron fósforos y siguieron la misma conducta que si se propusiesen buscar una aguja en el monte. Fue en aquel momento cuando de entre una mata salió un gemido que heló el corazón de Medina y le hizo dar un paso hacia Casal. El gemido se convirtió en una franca lamentación. Una voz de mujer rogó, plañidera:

–          ¡No me hagan daño, por Dios, por las almas de sus difuntos!…

Casal, estupefacto, sorprendido por la ingerencia de un personaje femenino, bajó el arma.

–          Pero… ¿qué quiere decir esto?- balbució.

Arrodillada aún, la cómplice de Halp clamaba:

–          ¡Por Dios, que yo soy una mujer de bien…, que no vine a nada malo!…

Casal comenzó a comprender la verdad.

–          ¡Levántese!- mandó- ¿Qué hace usted aquí?

La mujer intentó improvisar una excusa. No obstante, pronto se aclaró le deliciosos secreto. La misteriosa acompañante del germano era la mujer de un guarda de consumos y vivía cerca de aquel lugar, casi en la falda del monte. Halp y ella habían resbalado dulcemente hasta el pecado, y cuando el consumero trabajaba de noche o se iba al pueblo a beber, la adúltera avisaba a Halp por aquel alarmante procedimiento luminoso.

–          ¡Pues ya podíais veros en otra parte!- gruñó Casal enfundando el extraordinario armatoste, ofendido por el error, sensible al ridículo- ¿No hay más lugares que este? ¿No tienes una casa?

–          En mi casa no podemos, señor- justificó la mujer-, que está mi madre.

Don Amado dedicó una frase enérgica a la madre de su interlocutora y echó a andar monte abajo, a grandes zancadas, seguido por la “fila india”, que ya había perdido su escrupuloso cuidado de formación.

No pudo mantenerse secreto durante mucho tiempo este episodio, que en todos los grupos de germanófilos fue comentado con indignación. Entonces, ¿qué?… ¿No podía un hombre tener una amante sin que los partidarios de Francia se creyesen en el deber de fiscalizar sus entrevistas?… La iracundia contra don Amado creció. Los concejales boches se propusieron hundirlo definitivamente en cuanto hubiesen triunfado en aquel asunto de la traída de aguas que los francófilos hostilizaban por creer que no era el río Blanco, sino Negro, el que debía prestar sus linfas para apagar la sed de los iberienses. En esta cuestión, como en todas, había un criterio germanófilo y un criterio aliadófilo. Como había una ciencia aliadófila y una ciencia germanófila, y, en fin, como había un Dios partidario de los imperios centrales y un Dios que ampara a Francia y a Inglaterra. Los dos ríos próximos a Iberina estaban también incluidos en aquellas discrepancias sañudas, y mientras La Gaceta injuriaba al Negro, suponiéndole lleno de microbios mortíferos, El Eco vertía sarcasmos sobre el caudal del Blanco, y llegó a llamarle, en uno de sus artículos de fondo “ese retrógrado riachuelo de boche”.

La importancia del asunto y el encono de la discusión impidieron que, por el momento, pudiesen buscar los concejales germanófilos adecuada sanción para las demasías de don Amado; pero todos los que en la ciudad suspiraban por la victoria del Kaiser, propusiéronse desagraviar a Hermann. Se pensó primero en organizar una gira en su honor; después, en regalarle una medalla de oro; finalmente, organizose una comida a la que, además del alemán, asistieron los más fervorosos partidarios de Guillermo II.

Arístides Sobrido no faltó, ni los hermanos Zaera, ni el propietario de la fábrica donde Halp trabajaba; el agente consular de Alemania, el director del Colegio de San Antonio y seis o siete personas más, sentáronse gravemente en torno a la mesa adornada por banderitas tudescas y españolas. Fue un agasajo íntimo. Un acuerdo previo impedía beber champaña; pero Sobrido convenció a los demás de que, como una gran parte de la región productora de aquel vino estaba en poder de los germanos, el Viuda Cliquot debía ser considerado alemán. Esta teoría no tropezó con reparos. Y, a medida que el alcohol iba desatando las lenguas, el entusiasmo de los comensales crecía y crecía. Los brindis tuvieron una indudable trascendencia. Arístides opinó en el suyo que Alemania estaba abriendo una nueva era histórica y explicó la necesidad de imitarla. Modestamente insinuó que, por su  parte, hacía cuanto le era dado para germanizar convenientemente a la nueva generación. Sus valientes exploradores se lanzarían alguna vez por el Peñón de Gibraltar arriba con el mismo fuego con que hoy gateaban por el monte Pelado. Vaticinó a Inglaterra la pérdida de la India, del Transvaal, de Egipto y de Irlanda; señaló a Francia, para después de la guerra, una pequeña franja en el litoral, e hizo votos por que el cielo diese a los gobernantes españoles la clarividencia necesaria para declarar obligatorio el ingreso de todos los niños españoles en los grupos de boy-scouts.

El mayor de los hermanos Zaera habló en nombre de la razón social para pedir el protectorado de Alemania, porque, según su parecer, era la más rápida y segura manera de estar bien gobernados y de que la ética y la educación ciudadanas alcanzasen la conveniente dignidad.

Entonces todos vieron con angustia que el señor Ibarra, director del Colegio de San Antonio se ponía de pie. Era un orador denso e infatigable que ahuyentaba a los auditorios más resignados, y el temor a su pesadez era tal, que en Iberina se aclaraban las filas de los oyentes apenas, afirmados los quevedos sobre la gruesa nariz pedagógica, pronunciaba la palabra inicial, “Señores”, con el gesto de quien acaba de abrir la compuerta de un dique.

Pero en esta ocasión nadie quiso huir porque quedaba algún champaña en las botellas y el café no estaba aún servido. Ibarra disertó tan extensa y gravemente acerca de los filósofos alemanes, que todos los rostros se ensombrecieron. Cada cual buscaba la manera de atajar aquel daño, y Sobrido tuvo la ocurrencia de interrumpirle con un viva al Kaiser seguido de aplausos frenéticos, como si entendiese que había terminado la peroración. Ibarra rechazó con gran humildad aquel arrebato; calmó con un ademán al auditorio, y aclaró:

–          Pero, ¡ah, señores!, aun hay más…

–          ¡Viva el Kaiser!- volvió a gritar Arístides con el ahínco de la desesperación.

Y tornaron a aplaudir. El director del Colegio de San Antonio continuó hablando. Entonces se optó por prescindir de él y se aceptó el discurso como una contingencia funesta y fatal. Cada uno charló por su lado.

–          ¡Ese es un monarca- decía Zaera, el menor-, ese es un monarca!… He leído no sé dónde que hasta las bailarinas de la Opera tienen que ser sometidas a su examen antes de ser aceptadas. No se mueve una hoja en todo el imperio sin que el Kaiser lo sepa, y lo estudie, y lo ordene. ¿Qué cerebro podrá comparársele?… Si las manufacturas alemanas recorren triunfalmente el mundo, ¿a quién sino al Kaiser se le debe?

–          ¡Oh! –intervino otro comensal-. Según eso, el Kromprrinz, ¿no es nadie?

–          Por ahora- objetó Zaera-, no compare usted.

–          ¡Cómo no voy a comparar!- saltó el incondicional del príncipe heredero-. Para mí tiene más talento que su padre.

Zaera apeló a la autoridad de Halp.

–          Vamos a ver, Hermann- interrogó cordialmente-; diga usted: ¿a quién debe más la industria alemana? ¿Al Kaiser o al Kromprinz?

–          ¡Oh, oh!- sonrió el tudesco, sin comprometerse.

Pero otro comensal le tiraba en aquel instante de la americana.

–          Óigame: le estoy diciendo a don Manuel que, si ustedes quieren, Londres desaparecerá en una sola noche. ¿No es verdad?

–          ¡Oh, muy poco tiempo!… –protestaba con una sonrisa el germano.

–          Es como eso que andan propalando los francófilos…, que si ustedes son protestantes…- gruñó Zaera, el mayor, católico reconcentrado-. ¿Es usted, acaso, protestante, Halp?

–          No, señor- aseguró el extranjero.

–          ¡Entonces!- clamó victorioso el señor Zaera-. ¿Conoce usted a algún alemán protestante?

–          ¡Oh, muchos, sí, señor…; muchísimos!…

Zaera frunció el ceño.

–          ¡Qué va a haber, hombre, qué va a haber!

–          Hay muchos- insistió el alemán.

–          ¡Le digo a usted que no!- gritó el comerciante, enfurecido-. Alemania es un país católico. Lo demás es una calumnia.

El señor Ibarra continuaba, en pie, su discurso. Había pasado las fronteras y estaba anonadando a los enciclopedistas, tan ajeno al bullicio de sus compañeros de mesa a él. En las charlas, caldeadas por el alcohol, se elogiaba la supremacía de Alemania en todos los órdenes. Desfilaban Wagner, Bismarck, Sudermann, Ehrlich… algunos nombres ya inscritos en el registro de la popularidad, porque la erudición de aquellos entusiastas germanófilos no era profunda ni abundante. Arístides aseguró que Alemania poseía la tierra más feraz del mundo, y Halp negó, escandalizado. Entonces Sobrido aseguró que era igual, porque aun en el caso de que no hubiese ni un solo grano de trigo en toda la Confederación, los sabios teutones fabricarían cereales en sus laboratorios en mayor abundancia que la que ofreciesen las cosechas de Rusia y los Balcanes juntas.

Don Manuel, el fabricante que utilizaba los servicios de Hermann, dogmatizó a propósito de la potencia económica de Alemania y expresó, sonriente, su seguridad de hacer un negocio fabuloso cuando pudiese cambiar a la par los marcos que había comprado a bajo precio. También los Zaeras y Arístides y algunos otros habían convertido grandes cantidades de pesetas en moneda alemana, y la satisfacción se hizo más ruidosa. Hubo una cuchufleta para el oso moscovita, y Zaera, el mayor, declaró, volcando una copa de coñac en su café humeante, que Dios había decidido la ruina de la inmoral y frívola civilización francesa. Don Manuel se lamentó entonces de no haber nacido en Berlín; pero Arístides provocó un alboroto, culpándole de renegado y afirmando con golpes en el pecho su orgullo de ser español.

–          ¿Y Lepanto?- gritaba-. ¿Y Otumba? ¿Y las Navas de Tolosa? ¿Y San Marcial?

En este momento, el director del Colegio de San Antonio hacía una leve inclinación, con los puños apoyados en la mesa, y murmuraba, satisfecho:

–          He dicho, señores.

Había terminado su discurso.

El vocerío reunió a las puertas del restaurante a muchas personas que lograron enterarse por los camareros del pretexto de aquella comida. Algunas narices permanecieron largo tiempo aplastadas contra los cristales para aproximar más a ellos los ojos indagadores de los curiosos. Cierto número de exaltados les esperaban cuando terminó el banquete. Al salir los comensales se oyeron aplausos y vivas. Unos mozalbetes izaron a Halp sobre sus hombros, a pesar de la resistencia del teutón, y anduvieron algunos pasos con él hasta que logró desasirse.

Al siguiente día Hermann se presentó a don Manuel para comunicarle que había decidido marcharse de la ciudad. Don Manuel no daba crédito a sus oídos.

–          ¿Marcharse, Halp?… ¿Por qué?

El tudesco hizo un ademán desesperado.

–          Porque estoy en ridículo, señor. Todo el mundo es más germanófilo que yo en Iberina.

Costó gran trabajo lograr que abandonase su idea.

Capítulo 12

Al salir de la iglesia, doña Laura Quesada se acercó a la mujer de Casal. Había acabado la misa de las doce, preferida por la “mejor sociedad” de Iberina para comunicar con Dios. En el penumbroso recinto del templo, cada cual lanzaba hacia la Divinidad la recomendación de sus deseos. Pedían el socorro de las pequeñas miserias humanas: la angustia económica, la enfermedad; y el amparo de sus ambiciones y el logro de un amor. El que estaba en un momento feliz, rezaba maquinalmente; el que comenzaba a advertir en sus negocios la caricia de la prosperidad, pedía que la guerra durase aún algún tiempo, un poco tiempo más… El turbio vaho de las almas pugnaba por subir hacia aquel Dios a quien los beligerantes habían alistado a sus filas y con el que cada nación, al disparar sus cañones, creía contar como un aliado más, enamorado de la violencia como los dioses que lucharon ellos mismos en el sitio de Troya, ávido de hecatombes como el Jehová de los judíos que repartía el dolor y la muerte y aspiraba con delicia el aroma de la sangre humana.

Doña Laura quería saber qué había de cierto en los rumores que corrían acerca de la posible destitución de Casal. Y doña Elisa se alarmó bruscamente. ¿Destitución? ¿Por qué? Nada había oído, y pidió a su amiga noticias más completas de aquella amenaza. Pero su amiga quiso tranquilizarla. Seguramente, no era más que una murmuración de los malintencionados. Que no se preocupase doña Elisa. La gente envidiosa…, los que nada tienen que hacer…; y… ¿quién está libre de enemigos?

Sosegada a, la mujer de Casal se dolía:

–          ¡Señor, señor, qué sobresaltos!… ¿Y qué nos tienen que envidiar a nosotros, como no sea nuestra honradez?

La de Quesada insistió en los augurios felices y pronto la conversación derivó por otros derroteros. Hablaron del lujo de la familia A, de la ruina de la familia B y comentaron la próxima inauguración de un gran almacén, el Bazar Moderno, que ya había adquirido la mejor casa en la calle principal de la ciudad y proyectaba instalar sus servicios suntuosamente.

–          Todos los dependientes serán señoritas- explicó Quesada-; hasta habrá una cajera.

–          ¿Señoritas?- indagó cándidamente admirada la de Casal.

–          Si, es la moda del extranjero; como todos los hombres están en las trincheras, las mujeres les sustituyen.

–          Pero… ¿señoritas?

–          Bueno: jovencitas, muchachas- aclaró doña Laura-. Naturalmente que una señorita de principios no iba a descender…

–          Naturalmente- atajó doña Elisa.

–          Sin embargo, he oído decir que las de Villar habían solicitado plaza en el almacén y que la habían obtenido. Ya ve usted…, de tan buena familia como eran…

–          ¡Oh, no tienen un céntimo los pobres!… Hace tiempo que bordan de ocultis para las tiendas. ¡Infelices!

Al lado de su madre, Aurora caminaba enmudecida, atenta al diálogo. Mientras subían las escaleras, suspiró doña Elisa:

–          ¡Mira que si eso de tu padre fuese verdad!…

Y ella no contestó. Tenía el rostro serio y una arruguita de voluntad en la frente. Las frases oídas aquella mañana perseveraron en su memoria, y por la noche, en su cuarto, meditó largamente. Por una tendencia natural al pesimismo, justificada por lo precario de su vivir, se inclinaba a creer en la posibilidad de la cesantía de su padre. Pero, aun no siendo así, ¡si él muriese!…!- se le empañaban los ojos de lágrimas-, el pobre padre, tan bueno, tan generoso, avejentado por una vida de azares…! ¿Qué sería de todos?… Los dos únicos hermanos varones eran los más pequeños… ¡Cuando ellos pudiesen ganar…! El destino le ofrecía a ella una solución: casarse. Casarse con veinticinco duros al mes, volver a vivir la historia conocida, a agonizar, a embrutecerse en una miseria angustiosamente disimulada… No; prefería correr la suerte común. Sentía hora para la lucha un impulso varonil. ¿Varonil? ¿Por qué no había de ser también femenino el amor al trabajo y la redención por el esfuerzo propio?… Hasta entonces ella había sido en su casa menos que un animalito, casi un objeto. ¿Qué finalidad era la de aquella vida imbécil, llena de monotonía, consumidora de años?… Dormir, comer, coser, pasear los días de sol por la Alameda y algún día de lluvia por los soportales de la Plaza de la Constitución; pasar largas horas tras los cristales de la galería, escuchar las quejas de su madre, intervenir en las riñas de los arrapiezos… ¡Oh, qué estúpida esterilidad se encerraba en todo esto!… Y un año así, y otro, y la vida entera. Sin más preparación que la vigilada experiencia que los años pudieran darle, sus padres creían que sólo debía seguir el camino del matrimonio. Cuando creció, le alargaron las sayas hasta taparle las pantorrillas y, después de este simple cuidado, decidieron: “Puede casarse ya.” ¿Nada más? ¿No podría hacer nada más? ¿Ni acercar su hombro para llevar también la carga de la casa y tornarla más ligera y alegre?… Porque ella nunca podría ser dichosa viendo la triste expresión de la madre y la ruina del hogar. Pensaba con horror en que cuando su hermana Olimpia llegase a tener como ella veinte años, llevaría también unos sombreros ridículos y se pasaría con su madre por la Alameda y bajo los porches, buscando el marido de quien tener otra hija para pasearla también, reviviendo la historia entera.

¡Si su padre tuviese otro espíritu!… ¡Cuántas veces deseó Aurora un momento de confidencia en que poder abrir toda su alma al viejo querido y mostrarle su turbación y escuchar sus consejos…! Pero su padre tenía siempre mucha prisa; para su padre- estaba segura- ella no era más que una joven que vegetaba feliz, en esa inconsciencia con que acogen la vida casi todas las señoritas de la clase media. Si alguna vez la veía ensimismada o triste, se limitaba a pensar:

–          Aurora debe de tener rotos los zapatos.

Y, sin embargo, frente a la pobreza, la juventud piensa con más intensidad que un viejo envejecido.

Mediada la mañana del siguiente día, Aurora fue al edificio donde se preparaba la instalación del Bazar Moderno. La emoción le hacía sentir más frío aquel día invernal, pero en algún rinconcito de su alma un calor de ternura la acariciaba dichosamente. Sonreía de júbilo al meditar que le bastaría proponérselo, sin violencias, sin desgarramientos, sin drama, para alcanzar una libertad cuyos límites venturosos aun no veía completamente. Parecíale que su voluntad no había nacido hasta aquella mañana, y que ella misma, privada del derecho de regir sus destinos, no había sido hasta entonces más que un ser informe y vago, llevado y traído por lejanos azares, como a merced de ondas de indiferente vaivén. En sus días en blanco, un perfil de personalidad comenzaba a dibujarse vigorosamente. Y estaba gozosa de haberse encontrado y de ser.

El ejemplo de las de Villar la fortalecía.

Pensó que dirían de ella, también:

–          ¡Oh, una señorita, la hija de Casal!…

Y tuvo un sabor amargo; pero sacudió en seguida alegremente aquella preocupación.

Unos obreros pintaban aún la fachada del Bazar Moderno. Aurora pasó mirando a hurtadillas sin atreverse a entrar. En contraste con la claridad de la calle, el anchuroso interior aparecía sombrío, y la audacia de aventurarse en él, de hablar con los hombres sin el resguardo familiar, se le antojó excesiva. Pensó en su padre y en su novio… Llegó al extremo de la calle. Volvió. Sonaban dentro golpes de martillo y el áspero morder de las sierras en la madera. Un señor de largo gabán negro hablaba en un grupo, señalando aquí y allá con un bastón sostenido en una mano enguantada de amarillo.

–          ¿El señor gerente?- preguntó Aurora.

–          ¿Qué desea usted?

–          ¿El señor gerente?

Callaron, mirándose. El señor del gabán negro bajó su bastón y la contempló un instante antes de responder:

–          Soy yo.

–          ¿Cómo está usted?- balbució Aurora, azorada-. Quería hablarle…

Los demás se apartaron discretamente. Aurora comenzó a balbucir. Sabía que necesitan señoritas…, ella había estudiado contabilidad en el colegio…, tenía buena letra… Súbitamente, la esperanza de conseguir un empleo se había desvanecido, y su demanda se le presentaba como temeraria e inoportuna. El gerente le preguntó:

–          ¿Quién es usted, señorita?

–          Me llamo Aurora Casal. Soy hija del secretario del Ayuntamiento.

Y esperó oír el tono severo de una admonición. Pero el gerente limitose a inquirir:

–          ¿Sabe usted escribir a máquina?

–          Sí- afirmó con alegría, reanimada-; pero con lentitud; puedo practicar, si usted quiere…

El hombre sonrió. Bien. Que practicase. Hasta pasado un mes no podría inaugurarse el Bazar Moderno. Hacían falta empleadas, en efecto. Si ella sabía algo de contabilidad… podía auxiliar a la cajera; en Caja se necesitaba personal. Habló vagamente del sueldo. No mucho, para empezar, sin embargo, haría porvenir en la Casa.

–          Deme usted unas señas.

Llamó a un joven que esperaba en el grupo.

–          Anote la dirección de esta señorita.

Y se marchó, con un saludo en el que apenas llegó a tocar el ala de su sombrero, pero afable, cortés.

Aurora salió turbada por la misma alegría de su éxito. Aquella feliz facilidad con que había conseguido el triunfo, hacía florecer en ella un concepto bondadoso, cálido y cordial de los hombres y de la vida. Encontró el mundo mejor y sintió el contento de una actividad que le aseguraba fines más nobles, vagamente esbozados aún. El miedo de su posible ineptitud para el trabajo desconocido, hizo pasar rápidamente una sombra por el largo paisaje de su dicha. Luego pensó en las palabras con que había de anunciar a los suyos el cambio hondo y ancho que trastornaba su existencia.

Yo era aún novio de Aurora, y recuerdo aún- y no lo olvidaré nunca- lo que ocurrió en tales días.

Leí y releí, sin entenderla, la carta que me envió aquella tarde. Todo había acabado…; se había impuesto un deber…; me quería aún, pero procuraría olvidarme pronto; que yo hiciese igual y fuésemos en adelante dos amigos que se saludan subiendo la misma cuesta y que se hacen el bien recíproco de un poco de charla para distraer el cansancio…

Entonces vertí en cinco pliegos mi extrañeza y mi desesperación. ¿Qué había ocurrido? Sin duda algún enemigo de la dicha ajena había ideado una miserable calumnia contra mí. No podía ser otra cosa. Pero yo quería saberlo, quería probarle la falacia de mis enemigos… (aquí una página de irritadas consideraciones contra estos enemigos); era indispensable una entrevista; no podía terminar así un amor que… (aquí cuatro páginas de interesantes ponderaciones de aquel amor). En la busca de los motivos de aquel brusco cambio, recordé que quince días antes había estado hablando durante diez minutos con una modista, en la esquina de la calle Larga, y temblé.

Al fin, Aurora me concedió una cita. Como siempre, nos acompañaba su madre. En aquella ocasión comencé a ver a mi novia como una mujer distinta, llena de un carácter que yo no había sabido sospechar en la muchachita obediente y dulce. La fácil crueldad de las mujeres brotó en ella desde las primeras palabras para ahondar en la separación. Me embrollé en un emocionado discurso. Me habían calumniado. Quería que lo pensase bien. Yo sólo vivía para ella… Nunca otro cariño como el mío…

Me interrumpió:

–          No me han dicho nada de ti; no se trata de ti.

¿Entonces? ¿Entonces de qué podía tratarse? ¿Acaso quería volverme loco? ¿Se enamora así a un hombre para después decirle, de la noche a la mañana…? Comencé a pronunciar algunas palabras indignadas: coquetería…, engaño…, traición…

Doña Elisa intervino:

–          ¿Por qué no se lo dices, si al fin y al cabo ha de saberse?… Lo que ocurre es que Aurora ha decidido trabajar.

Me detuve estupefacto.

–          ¿Trabajar?

Era la palabra que menos esperaba oír en aquella entrevista.

–          ¡Trabajar! Pero… ¿cómo?… No entiendo…

Aurora explicó, con una voz resuelta en la que yo creía advertir duras tonalidades. Ella no quería seguir así; en su casa hacía falta dinero… Y el trabajo no era una deshonra…

–          Bueno…; sin duda, no es una deshonra- balbucí-…, según en qué… ¿Cuál es tu propósito?

Cuando hube oído lo del Bazar Moderno, crucé los brazos, espantado.

–          ¡Pero eso es una locura!… ¡Una señorita como tú…! Porque tú eres una hija de familia…

La madre asintió tibiamente:

–          Ya se lo hemos dicho… Usted no sabe… Por nuestro gusto no es… Hasta le hemos reñido… Pero ella es así…, es así… Nadie lo esperaba… Yo no sé qué ideas se le han metido de repente en la cabeza…

Yo bramaba, escandalizado:

–          Estar allí, a la vista de todo el mundo…, vendiendo objetos, hablando con unos y con otros, envuelta en un blusón…; porque te harán poner un blusón…

Concedí:

–          Yo no digo que no trabajes…; hasta me parece bien… Y si crees que os hace falta, a ti o a los tuyos… Pero, Señor, trabaja en algo más recomendable…, más propio de una señorita, como eres tú… Muchas cosen en su casa. Nadie se entera. Hay también otras ocupaciones. Iluminar postales, por ejemplo. ¿No sabes iluminar postales? Se aprende en seguida. O cualquier cosa… En los periódicos he visto anunciada una máquina de hacer calcetines. Se compra, se produce en casa y se vende a las tiendas… Pero lo otro, ¡por Dios!, lo otro es para hombres, son ocupaciones de hombre…

–          De hombre, ¿por qué?- se revolvía ella-. ¿Qué incompatibilidad existe entre las ocupaciones aritméticas y el ser mujer? Si hago sumas, ¿me saldrá la barba?

–          Sin embargo, no está bien..

–          Cualquier cosa es mejor que esta vida de ahora sin presente y sin porvenir, como no sea el de llenarse de hijos y suspirar entre cuatro paredes, como en un ataúd anticipado. Vosotros trabajáis y traéis el pan, a veces muy escaso; pero tenéis el alivio de vuestra misma labor y el espectáculo del mundo; nosotras quedamos encerradas con lo más pequeñito, lo más vulgar y lo más miserable: la telaraña del rincón, los calcetines rotos, el niño enfermo… Estoy harta ya…

–          Calla, Aurora, calla- reprendió tristemente la madre.

–          ¿Y qué quieres?- opuse- La vida es así. No se puede cambiar la Naturaleza., Cada uno nace con su destino.

–          Pero es un destino que habéis fabricado vosotros, los hombres. Nos apartáis cuidadosamente de un trabajo que tiene sin duda sus fatigas, pero que es más alegre que el nuestro. Cuando habláis de la oficina o el taller parece que habláis a la vez de un templo y de un calabozo y, por estar en él unas horas, exigís nuestra admiración y nuestra piedad. Nunca serviríamos para una labor análoga- decías-; la mujer no es más que una madre. Y cuando os lanzáis en esa estupidez de la guerra y faltan brazos y cerebros en el país, se ve que nosotras, improvisadamente, podemos hacer lo mismo: guiar un tranvía, llevar una Caja, defender a un procesado, despachar expedientes en un ministerio… Ya no volveremos a pensar nunca con sentimiento de respetuosa inferioridad en vuestro taller y en vuestra oficina. Hemos entrado en los lugares prohibidos y sabemos que también nos es asequible vuestra obra.

Era un lenguaje espantoso, nuevo para mí. Silbé entre dientes:

–          Bonita moral! ¡Bonita moral!

–          ¡La otra era mejor- repuso con apresurada ironía-. Cuando el padre se llevaba a la tumba la llave de su despensa, las hijas que no tenían más que su juventud y no sabían otra cosa que arreglar una casa, no servían más que para criadas o… para algo mucho peor. ¿Qué les aguardaba en el mundo? Para asegurar su vida no les quedaba otro camino que el de la deshonra. O casarse… Si había con quién y si llegaba a tiempo. Casarse por necesidad, sufriendo, hasta morir, a un hombre al que no se quería… Cuantos pensaban como tú habrán visto su última hora atormentada por esta terrible pregunta: “¿qué va a ser de estas hijas hermosas e inútiles que dejo en el mundo?”.

–          Aurora- supliqué-, tu caso no es el mismo… Me tienes a mí… Te ruego aún que reflexiones.

–          Ya he reflexionado.

–          Piensa que te quiero tanto… Soy capaz de todo por ti.

Pareció conmovida:

–          ¿Y qué puedes hacer, ni qué puedo yo tampoco, mi pobre Javier? Somos dos animalitos de carga. Yo también te quiero y si tú pensases como yo, nada en mi nueva vida estorbaría nuestro cariño. Al contrario: ¡recibiríamos tantos alientos de él…! Pero sé que sería imposible. Te opondrías; lucharías diariamente por hacerme abandonar mis propósitos…; acaso yo concluyese por ceder… Y no quiero. Si tú comprendieses…

–          No.

–          ¿Lo ves?

Me dominaba una ira sorda contra aquella voluntad que se alzaba insospechadamente frente a la mía, por encima del amor. Creía que mi dignidad varonil se menoscababa si accedía. Y luego la convivencia de mi nueva con los demás dependientes del Bazar, entre hombres… ¿Cuándo se había visto que una hija de familia…?

–          ¿Es tu última palabra?- pregunté con el empaque de un caballero ofendido.

–          Sí.

–          Entonces… adiós.

Me alejé agraviado, entristecido, celoso.

Por aquel tiempo- y fue ayer- los hombres aun no comprendíamos…

Capítulo 11

 Las damas de Iberina habían terminado de bordar la bandera de los exploradores, con el afán meticuloso y concentrado que las mujeres ponen especialmente en embellecer las enseñas belicosas y las casullas. Arístides Sobrido subió victoriosamente la cuesta de todas las gestiones precisas para el más grande esplendor de aquel acontecimiento: las autoridades ayudaban sus intenciones, los periódicos publicaban los sueltos en que con cálidas frases daban noticias de la “fiesta patriótica”, la Intendencia militar le había facilitado tiendas de campaña… El campamento transfiguraba el aburrido aspecto de la Alameda cuando amaneció el radiante día de la ceremonia.

Espléndida mañana de sol. La banda municipal del pueblo, ni muy numerosa ni muy afinada, tocó durante una hora, sin interrupción ni descanso, el ensordecedor pasodoble titulado Pacomio Peribañez. A su son llegaron los boy-scouts especialmente formados, animosos y erguidos, mirando al frente, con el barboquejo ceñido a las redondas mejillas impúberes, garrocha al hombro, pañuelo a la garganta y una cuerda, una cantimplora, un morral… Las enseñas de los diferentes grupos mostraban la simbólica zoología del lagarto pasmado, el alacrán venenoso y el gato enfurecido. Y don Arístides, liado en su uniforme, movía las torcidas piernas con un ritmo gallardo, enardecido por el aire animoso y torero del pasodoble.

El gentío negreaba en la Alameda. La mitad de la población de Iberina estaba allí para presenciar la fiesta, animada por el doble júbilo del sol y de los chiquillos uniformados. Y entre la espesa muralla del público ocurrió todo. Un capitán y dos tenientes de infantería revistaron a los pequeñuelos, pasando dos veces hacia la derecha y dos hacia la izquierda, acompañados por Sobrido. Los pequeñuelos presentaban sus palos, muy serios, muy dignos, en actitud de firmes.

Después prometieron obedecer a don Arístides, amar al jefe del Estado, respetar la bandera que les había sido entregada, amparar a los animalitos de Dios y recoger todas las cáscaras de naranja que encontrasen tiradas por las calles de Iberina, para evitar resbalones. Era una ceremonia emocionante aquella en que los arrapiezos se comprometían a tan graves empeños. La bandera amarilla y roja cruzada por una franja verde, se dejaba estremecer por una blanca brisa; la muchedumbre se apiñaba en torno a los niños; el sol deslumbraba; la banda municipal repetía por centésima vez las notas de Pacomio Peribáñez.

Una alocución del capitán se diluyó casi inaudible en la anchura de la mañana. Don Arístides sintió humedecerse en lágrimas sus ojos al recibir la bandera. La tremoló, gritando con voz enrojecida:

–          ¡Siempre adelante, hijos míos!

–          ¡Siempre adelante!- berreaban los treinta Pulgarcitos.

Después se instalaron en el campamento. Tensáronse las tiendas de campaña y delante de ellas se establecieron centinelas con su buen palo y una rígida inmovilidad. Los curiosos que durante todo el día permanecieron contemplándoles, pudieron ver cómo fue encendida una hoguera y cómo don Arístides presidió la tarea de cocer patatas, asar sardinas y preparar, en fin, una comida poco complicada, labor que ningún boy-scout debe ignorar enteramente, para mejor cumplimiento de sus destinos.

Al anochecer destribuyose la guardia, recogiéronse los chicos en las tiendas, y don Arístides luego de dar una vuelta por el campamento, retirose a su cónico albergue en el que un trozo de lona fuertemente amarrado y extendido entre cuatro estacas, había de servirle de lecho. Estaba confortado por la satisfacción de su buena obra. Veía frecuentemente pasar ante la abertura de su tienda la silueta microscópica de un boy-scout abrigado en su ancho capote, con la pértiga al hombro, y experimentaba esa sensación que debe de hacer feliz a un general que descansa de una victoria. Le molestaba únicamente el ruido chillón del órgano de una barraca de feria, cercana al campamento, que no cesaba de tocar. Aquel asmático armatoste, especializado en jotas bullangueras, quebrantaba la solemnidad militar del ambiente. Tentado estuvo de ir a ordenar que callase. Cuando, después de un breve silencio, volvía a bramar plebeyamente el barroco utensilio por todas sus bocinas, don Arístides se soliviaba en su catre, murmurando:

–          ¡Vive Dios que…!

Y volvía a tenderse pensando que había muchas cosas que modificar, con rígida disciplina, en los municipios y en el Estado español, y que esa labor bienhechora para la felicidad de la patria sólo podría emprenderse con la energía indispensable cuando Alemania hubiese vencido e impuesto al mundo entero las excelencias de su carácter.

En aquel instante un explorador le avisó de que una señora acababa de llegar al campamento a hablar con él.

–          ¿Quién es?- dijo con voz autoritaria el caballero de la Cruz del Mérito Agrícola.

–          La mamá de Pepito- contestó el centinela sin bajar la mano derecha del costado izquierdo-; de Pepito Avilés, del grupo de los “alacranes”.

El jefe masculló unas frases de mal humor contra la mamá de Pepito por su desusada ocurrencia de entrar en un campamento después de anochecer. Salió de la tienda. La visitante le saludó riente y amable, hablando a gritos, sin la menor solemnidad.

–          Muy bien, muy bien, señor Sobrido; ha resultado muy bien todo esto. ¿Y mi Pepito? ¿Dónde está?

–          Estará en su tienda, señora.

–          Dígale usted que venga.

Y empujando al boy-scout, que estaba plantado como una estaca cerca de don Arístides le dijo:

–          Vete a avisarle.

Don Arístides volvió a fruncir el ceño ante aquella ingerencia y ante aquella ingerencia y ante aquella desconsideración para un boy-scout en funciones de guardia; pero calló. A los dos minutos, el centinela volvió con un explorador gordo y pequeñito, de poco más de medio metro de estatura. La dama se puso de cuclillas para abrazarle.

–          ¿Cómo te va cielín? ¿Ya hiciste el soldadito, encanto mío?

De pronto arrugó la nariz y dio un soplido de disgusto:

–          ¡Uf! ¡Cómo huele este chiquillo! ¡Qué peste a sardinas asadas! ¿Es que comió sardinas asadas?

–          Comió el rancho de todos- respondió don Arístides agriamente.

–          ¡Ay! –gimió alarmada la señora-. ¡Ojalá no le siente mal! ¿Te duele el estómago, monín?

La pelota de carne tierna vestida de explorador aseguró que no le dolía el estómago.

–          ¿Y la barriguita?

El pequeño “alacrán” declaró que tampoco le dolía la barriguita.

Su madre volvió a besuquearle, conmovida como si hubiese corrido el grave riesgo de que las sardinas se lo comiesen a él.

–          Bueno, pues vámonos a casa.

Don Arístides intervino:

–          ¡Cómo a casa! No se lo lleve usted, porque tiene que dormir en el campamento.

–          ¡Jesús, María y José! ¡Bueno estaría mañana el hijo de mis entrañas!

–          ¡Pero yo ya le he dicho a usted…! Me parece que era cosa sabida…

–          No; por la noche, no, señor Sobrido. No va a pasar Pepito la noche así, al raso, como un vagabundo.

–          La pasa en su tienda.

–          Déjeme de tiendas. La pasará en su camita, cerca de sus padres. ¡Hijo de mi alma!

–          Pues los demás no son de peor pasta, y se quedan aquí- gruñó irritado don Arístides.

–          ¡Ah…, los demás…, por mí…; si sus familias lo consienten!

Por debajo de la lona de las tiendas comenzaron a aparecer algunas cabezas infantiles. La mamá de Pepito cogió a su hijo de la mano y se despidió. El pequeño “alacrán venenoso” desasiose para saludar a don Arístides con arreglo al Código. Después caminó gravemente junto a su madre; pero a los pocos pasos por natural reacción contra la larga inactividad, comenzó a dar brinquitos y a hacer cabriolas. Sobrido volvió a entrar en su tienda, mascullando denuestos contra las gentes incultas que tomaban aquella ceremonia como un juego de niños y no sabían apreciar la trascendencia que para la formación de los ciudadanos tiene una noche pasada en un campamento. ¡Cuándo se impusiese la educación alemana, se pensaría de bien distinta manera! Pero no transcurrieron muchos minutos sin que otra señora acudiese a buscar a su hijo, y otra después, y media docena más… Don Arístides ya no luchó. Se quedó sin centinelas, vio vacíos los refugios de lona… Al fin sólo quedaron dos boy-scouts: Titín Ampudia, premio de aplicación del colegio de San Antonio, y Juanito, el hospiciano que tocaba la corneta. Inundado su espíritu de amargura, don Arístides no desmayó. Cuando, a las diez de la noche, intentó acercarse a su tienda la criada que enviaba su esposa para ver si necesitaba algo, el jefe de los exploradores gritó, irritadísimo:

–          ¡Atrás! ¡No se puede entrar en el campamento!

–          Soy Maripepa- explicó la fámula-, que vengo de parte de la señora…

–          ¡Juanito- vociféro don Arístides-, pégale un palo a esa intrusa!

La intrusa huyó. Don Arístides la persiguió con sus voces:

–          ¿Se ha creído usted que esto es la cocina? ¡Habrase visto atrevimiento parecido!

El corneta y Titín estaban junto a él compartiendo su disgusto. El caudillo consideró a sus dos leales y, cediendo a un impulso de gratitud y de ternura, cuando un soplo cargado de la humedad del mar escalofrió sus cuerpos, decretó amablemente:

–          Trae mi termos, Juanito; tomaremos un poco de café.

Sentáronse en la tienda de Sobrido, sobre el lecho y en banquetas plegable. El café no tenía azúcar y Juanito fue enviado a comprar unos terrones. El jefe de los exploradores abrió un silencio reflexivo, mientras Titín encantado de la proximidad del hombre poseedor de una cruz del Mérito Agrícola, atormentaba su imaginación en la busca ansiosa de un tema instructivo, impaciente por exhibir aquella aplicación que había merecido como recompensa ejemplar de Botánica elemental ilustrado en colores.

–          Don Arístides- dijo, al fin-, ¿es verdad que el azúcar se hace de la remolacha?

Sobrido se estremeció. Los asaltos del chiquillo a sus escasas reservas de cultura le amedrentaban. Las preguntas del ejemplar mozuelo se le aparecían como un enjambre de insectos, de ávidas trompas que iban a chupar en su poco jugosa masa gris, y sentía por anticipado la secreta vergüenza de que no hallasen zumo aprovechable. La víspera Tintín Ampudia se había presentado en su casa con un gato moribundo al que unos bárbaros habían roto una pierna y saltado un ojo, a garrotazos. Sobrido ante aquella estremecedora desgracia había bramado de asco y de indignación; pero cuando sus ojos se elevaron al Cielo, no fue para pedir el castigo de los culpables, sino para preguntar desesperadamente hasta qué punto quería ponerse a prueba su paciencia con tanta intromisión de pájaros heridos, de perros sarnosos, de gatos reventados… El animal maullaba triste y pavorosamente, lúgubre como si se hubiese muerto ya y pretendiese desde el otro mundo despertar el remordimiento y el espanto en el corazón de los hombres crueles.

–          ¡Llévatelo, Titín! ¡Por tu madre! ¡Llévatelo!- había rogado Arístides.

–          Pero, ¿adónde?

–          A donde quieras, Titín; llévatelo. O, al menos, acaba de arrancarle ese ojo que le cuelga… Pero que no te vea yo.

El “lagarto pasmado” excusose de aquella cirugía y dejó al agonizante en un rincón. Sobrido sólo se pudo consolar un poco pensando en el aspecto que ofrecería el propio Titín si hubiese sido a él a quien le diesen los garrotazos.

Pero aquella noche su corazón se inclinaba benévolamente hacia el boy-scout que permanecía en el campamento, fiel a sus deberes, y hasta llegó a pensar, arrepentido, que no había sabido comprender todo lo que alentaba de disciplinado, de germanizado, en aquel arrapiezo. Se dispuso entonces a contestar amablemente a sus inquisiciones, e inclinó hacia la voraz inteligencia de Titín el jarro de sus conocimientos.

-¿Es verdad que el azúcar se hace de la remolacha?

El ganador de la cruz del Mérito Agrícola respondió cautelosamente:

–          Según.

Y mirando a los ojos al “lagarto”:

–          ¿A qué remolacha te refieres?

–          A la azucarera.

–          Bien- concedió don Arístides; y añadió vagamente-: pero hay muchas clases…

–          ¿Muchas clases?

–          Por ejemplo, una produce el azúcar en polvo…

–          Sí.

–          Y la otra en terrones.

Titín acaso pensó en lo agradable que sería un paseo entre campos de azúcar cuando respondió:

–          ¿Por qué no se cultiva aquí la remolacha?

–          ¡Pch! Por el clima. Sin duda es por el clima. Fíjate en nuestro clima. Plantas la remolacha, y, ¿qué sucede? Llega un día una nube; comienza a llover… ¡Adiós a la cosecha! El agua cae encima de los terrones de azúcar que brotan de la remolacha como copos de nieve, y lo disuelve en un santiamén. Después los labradores se tiran de los pelos, pero nada arreglan con esto. Y si se trata de azúcar en polvo, todavía peor. Viene un temporal de viento y se lo lleva.

–          Se podría poner paraguas.

–          Bueno, pero eso es muy costoso. En los países adelantados ya no utilizan la remolacha.

–          ¿Qué hace, entonces?

–          ¡Diablo! ¿Qué hacen? Lo que se hace en Cuba. Se siembra el azúcar y sobre la semilla se pone una caña hueca. Nace un cuadradito de azúcar, luego otro, luego otro, y se ven obligados a subir por el interior de la caña. Aunque llueva o ventee, el azúcar está allí dentro, bien resguardado. Cuando la caña queda llena –lo que se averigua golpeándola con los nudillos-, se arranca y se vacía. Este es el mejor procedimiento. Y muy barato. Las cañas apenas cuestan, porque se utilizan de escobas viejas.

Titín le oía profundamente interesado. Juanito reapareció con su compra. Tomaron el café. Don Arístides mandó acostar a los dos muchachos. Antes de alejarse Titín, posó Sobrido una mano en su hombro y, acometido por misteriosos escrúpulos, le advirtió:

–          No hace falta que le cuentes a nadie lo que te he dicho del azúcar.

Después como para aliviar una íntima preocupación, anunció:

–          Dormíos. Yo voy a hacer una ronda.

Se paseó por el límite del campamento, con su bastón en la mano. La alameda estaba oscura, pero a lo lejos se veían las luces de la barraca del órgano y las de unos cafetines instalados también en ligeras construcciones de madera. A contra luz, en uno de los bancos del paseo, don Arístides vio las siluetas, demasiado juntas, de un hombre y una mujer. Más allá, en otro banco, otra pareja cuchicheaba. Cogidos del talle, desdibujados en la oscuridad, pasaron un marinero y una moza. Sobrido movió la cabeza reprobadoramente.

–          ¡Qué escándalo! Las costumbres se envilecen, la moral se va. Y nadie para mientes en ello. Después del triunfo de Alemania, esto no podrá continuar así.

Y retornó abismado en una serie de consideraciones que enlazaban de manera extraña el éxito de las armas del Kaiser con la militarización de España: de las madres de los boy-scouts, de las barracas musicales, de los marineros enamorados… Eran las doce de la noche cuando se acostó. Durante un largo rato le taladró el cráneo, de oído a oído, el preludio de El anillo de Hierro que soplaba el órgano. Después, muy tarde ya, se durmió.

A la mañana siguiente levantose molido. Le dolían los huesos y sus pies estaban helados. Permaneció algún tiempo sentado en la lona. Entonces, involuntariamente, ofredciósele la imagen de los soldados que luchaban en países de clima riguroso. Pensó largo rato, con las manos sobre las huesudas rodillas, revuelto el cabello que ya comenzaba a grisear, caído el mentón, relajados aún sus músculos por la blandura del sueño. Pensó… En el fondo de las trincheras, las pisadas amasarían un fango negruzco o rojizo; en los campos debía de haber una inacabable mancha de nieve, y un viento frío, entumecedor… ¿Cómo dormirán?- se preguntó dolorosamente. Se supuso él mismo tendido sobre el suelo fangoso, esperando el sueño. Poco a poco, el agua iría calando las ropas. Y los hombres, extenuados, rendidos, continuarán durmiendo. Pero tendrán pesadillas horribles sugeridas por el frío y por la humedad… Cuando se levanten, en los momentos que tarde el espíritu en recobrar la lucidez, sus entusiasmos bélicos estarán también entumecidos, y, en tales instantes, la patria y la bandera, y el deber de morir, y el deber de matar, se ofrecerán confusamente a su ánimo. Lívidos, cansados, con una añoranza infinita de los días de paz, pegadas las ropas a los cuerpos irán arrastrándose por el gris día naciente picado de balas…

Suspiró don Arístides, estiró sus brazos en un largo desperezamiento y se santiguó. Luego planchó con rápidos alisamientos las arrugas de su traje y salió a pasar revista a sus dos boy-scouts. Uno de ellos, Titín, se había constipado.

La mujer de Sobrido apareció entonces en el campamento. Estaba inquieta. Declaró que no había podido reposar pensando en lo que le ocurriría a su marido acostado en la alameda “como un vagabundo”.

–          ¡Válgame Dios, qué noche habrás pasado- comentó al ver el rostro descompuesto de don Arístides.

Y don Arístides respondió como hubiese respondido Hindenburg:

–          El deber ante todo.

Capítulo 10

La guerra salpicaba de violencia al mundo entero. Todo se creaba para la guerra y todo provenía de la guerra. En las comarcas fabriles de España las pugnas de intereses entre el obrero y el patrón revestían una saña especial y menudeaban hasta el punto de que el espacio reservado en los periódicos a noticias de huelgas, sabotaje, lock-outs y atentados era mayor que el concedido a reseñas de toros y a informaciones políticas. Los bien enterados veían en este recrudecimiento de la vieja lucha la intervención de Alemania, deseosa de perturbar una producción consagrada en gran parte a suplir la forzosa y temporal insuficiencia de las industrias de Francia.

Los aliados, por su parte, habían ideado las Listas Negras.

Las Listas Negras eran el terror de los germanófilos de Iberina.

Cuando el excelentísimo señor don Juan Lobo exteriorizó en el Casino Iberiense su vaga simpatía hacia los Imperios Centrales, recibió el aviso formal de que algunos bienes que poseía en Inglaterra le serían incautados si perseveraba en él aquella sentimental propensión a germanizarse. A los hermanos Zaera, dueños del mayor almacén de comestibles de la ciudad, les fueron anulados unos importantes créditos que tenían contra varias casas de Burdeos. Manu militari. Las reclamaciones eran inútiles y el desafuero triunfaba al amparo de las leyes de la fuerza y de la necesidad, esgrimidas por los pueblos rabiosamente empeñaos en la contienda.

Se conoció entonces el espanto de las delaciones, la sutil perspicacia del espionaje. Orejas invisibles escuchaban de las naciones injuriadas una referencia minuciosa de lo que habían podido oír. Taberneros, oficinistas, abogados, comerciantes, todos cuantos se atrevieron a ansiar, en el ardor de una discusión o en la necesidad de una confidencia, el triunfo de Alemania, fueron cuidadosamente registrados en las Listas Negras. Podía decirse que en aquellos tiempos, el cónsul inglés, un sujeto rubio, seco, reservado y desdeñoso, era la máxima autoridad de Iberina, el hombre más temido y más odiado, tal vez.

Frecuentemente, el germanófilo fichado como tal y que creía estar al abrigo de males por la tibieza de sus simpatías o por la discreción con que las guardaba, al intentar salir de España para atender a sus negocios, o a sus conveniencias, o a su placer, se veía rechazado en la frontera como indeseable, y no era rara la ocasión en que, ya en el Extranjero o a bordo de un buque inspeccionado en alta mar, se le detenía y obligaba a sufrir una prisión más o menos larga. El censo de los enemigos de la Entente, copiosísimo, casi llegó a ser una obra perfecta.

Medina, como era de esperar, no sufrió el menor contratiempo. El mismo día que regresó a Iberina se presentó triunfalmente en el café del Siglo. Le acogieron con aclamaciones:

–  ¡Venga acá el valiente!

– ¡Muy bien venido, gran hombre!

– ¡Cuente usted, cuente usted!

El escritor saludó uno por uno a sus amigos, repartió algunos abrazos y pidió café mientas extraía cuidadosamente sus manos del interior de unos guantes color limón, que merecieron el elogio de Suárez.

– Franceses- explicó concisamente Medina, arrojándolos con un gesto de elegancia sobre la mesa.

– ¡Ah, son franceses!

– Mire usted.

Y enseñó la tirilla de tela blanca cosida al revés, donde se leía en letras rojas: Marque déposée.

–  Auténticos.

Dilató con una larga espera la impaciente atención de sus contertulios, interrogándoles acerca de cien diminutas cuestiones de la localidad. Algunos clientes que saboreaban en las mesas cercanas los venenos de su predilección, se aproximaron disimuladamente.

– Entonces, ¿nada nuevo durante mi ausencia?

Nada nuevo. Se había marchado Pons. El mensaje a Bélgica contaba ya con numerosas firmas. Pero, ¿querría hacer el favor aquel diablo de Medina de decir qué impresiones traía de aquellas tierras?

Y Medina, al fin, comenzó. En su afán de envolver los lugares pisados por sus plantas en un fuerte resplandor de tragedia, usaba imágenes que se despegaban un poco de la sencillez de una conversación. Probablemente había estudiado sus frases y quizá pensaba utilizarlas en los artículos que había anunciado al director de El Eco.

Habló de la tristeza de Biarritz bajo el cielo casi invernal que amenazaba lluvia. El sobrecogimiento de la lucha, el horror de la larga hecatombe se advertía en todo: en los escaparates de las tiendas de novedades y de joyas, privados de la anterior esplendidez; en el esfuerzo del hombre lo dispuso todo para el placer en una labor lenta que se cuidó hasta de alzar entre las aguas rocas de caprichosas siluetas. Era, en la pequeña ciudad organizada para la vida venturosa y fácil, algo así como si sobre la mesa adornada para un banquete se desplomase de bruces, muerto, el anfitrión. En el aspecto de las cosas parecía haberse cortado bruscamente una sonrisa. Por las calles, bien cuidadas, corrían los automóviles que lucían sobre la blancura de sus toldos de lona la roja cruz del servicio sanitario. Los grandes hoteles estaban mudos, tristes… En las pocas ventanas que conservaban abiertas, no se veían más que rostros de convalecientes. Allí donde antes se alojaban los millonarios del mundo, gemían ahora los heridos. El Casino de Bellevue era también un hospital. Medina había visitado el Hotel de Inglaterra, y describió los soldados que fumaban junto a la verja, envueltos en arbitrarios uniformes incompletos; habló del olor a ácido fénico, a yodoformo, a dolor; de la escalera que aun conservaba su alfombra lujosa, del hall lleno de camas improvisadas sobre pequeñas plataformas de madera, en largas filas… Los ojos de los heridos le seguían un instante; luego tornaban a su contemplación obstinada de un detalle del techo, de la ventana, de la pared, pensando en sabe Dios qué angustias, demacrados, exhaustos… Parecía imposible que aquellos cuerpos héticos hubiesen forcejeado pocos días, pocas semanas antes, en una lucha feroz, animosos y fuertes. Las habitaciones principales del Hotel estaban convertidas en despachos y en salas de operaciones. Medina acumuló el negro y el rojo en su relato. Luego mostró dos postales: se había hecho fotografiar en la avenida de los Tamarindos y en la Roca de la Virgen. Proyectaba publicarlas en El Eco.

Después habló de la vieja Bayona, de sus porches, de sus estrechas calles mal empedradas, de la caduca Catedral “que clavaba en el cielo las agujas de sus torres”, de los enverdecidos fosos románticos. Hizo pasar de mano en mano un billete de cincuenta céntimos expedido por la Cámara de Comercio, y aseguró que pensaba guardarlo como un recuerdo de la guerra.

– Hubiera querido acercarme al frente- añadió-. Ya…, de estar en Francia… Pero como mi viaje fue tan imprevisto, no pude llevar recomendaciones, y en París no conozco a nadie.

– Ir al frente- comentó Suárez Meditabundo-, visitar las trincheras, ya es más grave la cosa…

–  En Francia es un deporte- definió sencillamente Medina.

Había conocido a un muchacho, escritor, que vivía en París casi siempre, y este joven le contó que las damas de la aristocracia francesa solicitaban y obtenían frecuentemente permisos para recorrer en automóviles la línea de fuego. También le oyó decir que, desde que Alemania había intentado el bloqueo submarino de las islas británicas, las más distinguidas ladies y los más empaquetados gentlemen de Londres se dedicaban a cruzar el Canal.

– Es un deporte- agregó con una tranquilidad que hacía presumir que también él lo hubiese practicado, a serle posible-. Todos los deportes tienen algún parentesco con la muerte.

En este momento aproximose el ex conserje de San Antonio, que había entrado en el café acompañado de un hombre pequeño y barrigudo cuya cabeza surgía como un tampón de entre las vueltas de una bufanda de lana verde.

– ¡Salud a la compañía!- dijo el ex conserje-. Me alegro mucho de que no le haya ocurrido nada malo en su viaje al señor Medina.

– Gracias, Rosendo.

Y reanudó sus consideraciones sobre la frialdad inglesa. Pero Rosendo le interrumpió.

– Señor Casal- y extendió un dedo por encima del hombre para señalar al sujeto que le seguía-, permita que le presente…, aquí, mi amigo el señor Fandiño, un hombre honrado…

Y dio algunos manotazos en la espalda del amigo, como para comprobar ante todos la fortaleza de aquella honradez.

– ¿Están ustedes bien?- preguntó el señor Fandiño, exhibiendo al descubrirse un mechón de grises cabellos alborotados-. ¿Y sus familias…, bien?

– Todos están perfectamente- le informó el mismo Rosendo-. Siéntate, Fandiño.

Palmoteó, pidiendo café, y explicó:

–  Hace tiempo que este hombre deseaba conocerles a ustedes, venir a la tertulia, y, como es de los nuestros, le he dicho: “¡ea, pues va a ser esta tarde!”

– Sí, señor- corroboró el otro-; soy de los de ustedes. Y siempre lo he sido…

Llenose de pronto de una cólera que le inflamó los ojos, para añadir:

– ¡Y el que me culpe de lo contrario es un canalla que no merece más que la horca!

–  Muy bien, muy bien- aprobó sonriendo Casal-. Nos alegramos, nos alegramos, amigo.

El hombre pareció después de esto más aliviado; sopló en la arruga que formaba la bufanda cerca del mentón para aventar una increíble cantidad de ceniza, y, después de una laboriosa busca en los bolsillos de su chaleco, ofreció a los contertulios:

–  ¿Unos puritos?

Se los rechazaron e insistió, afirmando que eran muy buenos. El ex conserje aconsejaba con ternura:

– Fúmenlos, fúmenlos. Son de confianza.

Medina estaba disgustado de tanta plebeyez, y continuó su charla sin esperar a que terminasen los tenaces obsequios del intruso. Fue tan evidente su desprecio, que Fandiño inclinó hacia él la cabeza para rogar, conservando aún en la mano los cigarros, del mismo color que sus dedos:

– Usted perdone, señor.

El joven le dedicó una sonrisa, porque le había parecido aquel hombre demasiado bruto y temía de él cualquier violencia.

– De nada… Es que estábamos hablando de unas cosas…

– Pues siga, siga- casi ordenó el recién llegado, frunciendo pavorosamente las cejas peludas-; y si quiere decir algo fuerte de esos bochófilos del diablo, aquí estoy yo para ayudarle.

A propósito, para humillar a Fandiño o para situar la conversación fuera del alcance de sus intervenciones, el colaborador de El Eco pasó a referir algunas de sus charlas con aquel escritor “que vivía en París”. Declaró que el viaje había sido muy útil para sus orientaciones literarias, porque “después de haberse asomado un poco al mundo, comprendía perfectamente que la guerra señalaba al comienzo de una nueva era para el pensamiento humano y, muy especialmente, para el arte. Sería inútil continuar insistiendo en las normas anteriores. Las trincheras, que habían abierto un largo foso entre los pueblos, cavaban también un abismo entre la producción anterior y la futura. En lo sucesivo se diría: “hasta aquí llegó aquel arte” y “desde aquí –desde la guerra- comenzó estotro”. Nada de empalagosos sentimentalismos, nada de temas amerengados. La poesía, la novela, el teatro, se insinuaban ya bajo nuevas formas magníficas, desempolvadas de tópicos. Su reciente amigo, el de París, le había hablado largamente de esto. Medina, claro está…, en la confianza…, entre colegas…, requerido por el otro, nunca por propia iniciativa, había sometido a su opinión algunos cuentos, algunos proyectos… Pues bien, debía decir francamente que no mereció el aplauso del de París. Elogiar- naturalmente- elogió algunas cosas…, pero le dijo: “Parece mentira que usted, con su talento, con su juventud, cultive aún ese género fósil; hay que hacer algo nuevo, y usted puede intentarlo tan bien como los mejores.” Esto había dicho. Medina- lo confesaba- sintió como si le deslumbrase una nueva verdad. “Fue mi camino de Damasco literario”, añadió riendo. Ahora venía decidido a ensayar, a estudiar, a buscarse a sí mismo, para completar su evolución. Algo tenía pensado ya, aunque no maduramente… Desde luego había resuelto incorporar a la literatura muchos temas nuevos que- estaba seguro- causarían escándalo entre los trogloditas de las Letras.

– ¡Ahí, ahí!- rugió cavernosamente el hombre gordo-. ¡Darles en la cabeza esos tíos! ¡Boches, más que boches!

Corrió una sonrisa por los rostros. Casal, francamente alejado de las preocupaciones literarias, preguntó:

– Pero, ¿y el espíritu, qué tal se sostiene en Francia el espíritu del pueblo?

– ¡Maravilloso!- ensalzó Medina-. ¡Con una entereza!…

–  ¡Eso es patriotismo!- suspiró Casal.

–  Casi todas las mujeres de Biarritz y de Bayona visten de luto. Sin embargo, no oirá usted ni una sola queja.

– ¡Gran país, gran país!- alabó Casal, conmovido.

Y quiso saber cómo vivían, qué pensaban, los augurios que corrían en Francia acerca de la guerra. Pero el atrevido viajero que había dedicado doce horas a recorrer Bayona y Biarritz, se hundió en ambigüedades y concluyó por declarar que no se había resuelto a hacer indagaciones demasiado minuciosas por temor a la natural prevención que existía en Francia contra el espionaje. Como tampoco reveló su condición de periodista, porque el Gobierno francés cohibía las informaciones reporteriles, aun las realizadas de buena fe por amigos de la Entente, porque una indiscreción cualquiera podía acarrear serios perjuicios.

– ¡Y tantos!- apoyó melancólicamente Fandiño, temblándole las bolsas de las mejillas.

– A mí no me ha sucedido nada. Agregó el joven sin hacerle caso-; pero en San Sebastián me previnieron…

Don Amado caviló:

– Le envidio ese viaje.

– Sí- admitió Medina, con júbilo mal encubierto-, ha sido un viaje magnífico. Y luego… algo que ya no puede volverse a ver, porque una guerra como esta no se repite. Vale la pena de haberse asomado a Francia. Crea usted que me marché con tristeza. Me sentía allí otro hombre… No es que aquí estemos oprimidos, pero en ninguna otra nación como en aquella se respira tan puro y tan amplio el aire de la Libertad.

En su entusiasmo, Medina pronunció Libegtad como si durante su permanencia en aquel país se le hubiese pegado insacudiblemente la prosodia gala.

–  ¿Y dice usted que… todo el mundo de luto en esas tierras?- interrogó con apenada calma el señor Suárez, que había estado rumiando aquella espantosa noticia.

–  Todo el mundo.

–  ¡Es triste, es triste! ¡Cuántos hogares aniquilados! ¡Cuánta juventud deshecha!

Entre los simpatizantes españoles con uno y otro bando casi nunca aparecía la convalecencia que ahora, verdaderamente afligido, exteriorizaba el mueblista. Los muertos eran “bajas”. También se les llamaba “pérdidas”. Pero nunca “hombres despedazados”, “hombres agujereados”, y mucho menos “muchedumbres asesinadas”. Y no por falta de piedad, sino porque, para el furor partidista de los unos o de los otros, los jóvenes y los hombres maduros que caían por centenas de millares eran como peones de ajedrez. Peones de madera, como los que se mueven sobre el tablero en los cafés y en los casinos donde se discutían las batallas. Peón comido, peón apartado. No se pensaba que tuviesen nervios, cerebros, corazón, afectos, una inteligencia, muchas cosas irreparables y preciadas que cesaban de funcionar cuando un pedacito de hierro desgarraba violentamente sus carnes. Se leía: “Escasa actividad en el frente; hemos tomado un bosquecillo”, y se decía: “Ayer nada ha ocurrido”. Y nadie sabía imaginar el montón de cadáveres que había costado la ocupación de aquel grupo de árboles mutilados por las granadas; nadie quería comprender que eran vientres perforados, sesos esparcidos, miembros desgajados, dolor, dolor y dolor de seres impelidos a dar la muerte y a recibirla; a nadie se le había ocurrido pensar que solo, uno solo de aquellos hombres enlodados, desangrándose por sus heridas o al que la metralla hubiese escindido una rebanada de cráneo, uno nada más que fuese paseado así por la calle Alcalá, de Madrid, o por la calle Larga, de Iberina, hubiese bastado para hacer llorar de horror y de pena a toda una ciudad. Uno. Y eran millones los que caían. Pero la guerra, de lejos, era una partida emocionante, la agigantada proyección de las impresiones que recibe el espectador de un match futbolista de campeonato. Los políticos mendigaban el favor de los Gobiernos de Inglaterra, de Francia, de Alemania, buscaban su apoyo para someterse o para trepar. Cotizaban sus transigencias, sus servicios, sus tolerancias y, a veces, sus claudicaciones. Se comerciaba con los permisos de exportación. Los industriales, los armadores, los comerciantes, se enriquecían en progresión rápida y fabulosa. Las embajadas compraban, con arreglo a generosas tarifas, oradores, periodistas, agitadores, espías, folicularios de lenguaje grosero… Lejos, morían ejércitos de hombres. Pero, ¿sabíamos cómo eran los huracanes de hierro de Verdun?

¿Habíamos visto esas coles verde-moradas que eran las cabezas de los rusos y de los alemanes podridas sobre la fangosa superficie de los pantanos, cuando la acometida de Hindenburg?

No; nadie las vio. Francia tampoco, ni Alemania, ni Inglaterra. Si todo aquel inmenso dolor fuese vigilado y percibido, el mundo hubiese impedido la continuación de tantos horrores. Pero entonces nadie atendía al hombre, ni se hablaba de él, sino de ejércitos en los cuales los hombres no eran más que partículas de esta o de la otra nación, de estas y de las otras razas, de la Humanidad, pomposamente. Y Goethe ya ha dicho que “no hay Humanidad: no hay más que hombres”. La Humanidad no sufre; el hombre, sí. No existe un solo dolor colectivo. De las desgracias de la Humanidad puede tratarse con la glacialidad y hasta con pedantería, y frente a ellas el individuo se siente tan solo historiador. El Diluvio no tiene para mí más interés que el de un cuento moral, un poco aburrido, y el éxodo de los Judíos por la aridez africana no me hace palidecer. Pero el niño que bracea en el estanque, a punto de ahogarse; el vagabundo famélico que tiende su mano y me mira con ojos de súplica y de miedo, de animal castigado, angustian mi corazón con un dolor reflejo del suyo, y, ante el espectáculo de su infortunio, siento las lágrimas y los impulsos generosos de la fraternidad.

Lo que ocurrió fue porque nadie quiso o nadie supo pensar en el hombre.

Cuando el mueblista Suárez expresó su condolencia con tan inoportuna lamentación, el señor Casal se esforzó en disimular un gesto agrio. Consideraba a Suárez como un hombre de convicciones tibias, y más de una vez había discutido largamente con él para apartarle de teorías que don Amado creía heterodoxas. Ahora se limitó a decir, en dulcificado tono de reproche:

– ¡Qué ideas se le ocurren a usted, querido Suárez! Es sabido que en las guerras se mata y se muere. ¿Qué quería, entonces? Las cosas son así y siempre han sido así…

– Es verdad- reconoció el mueblista, acorralado por aquel axioma.

El señor Casal se enterneció por aquella rápida entrega y quiso hacer alguna concesión cariñosa al mueblista.

– Ahora, si usted me dice que debe evitarse la violencia inútil, la crueldad excesiva…, ese es otro cantar, y yo confesaré que pensamos lo mismo. Si matar es indispensable, al menos debe procurarse hacerlo humanamente, piadosamente. Yo no aprobaré nunca lo que está perpetrando Alemania. Los gases asfixiantes me parecen una atrocidad; el bombardeo aéreo, un crimen; los ataques de los submarinos, asesinatos indisculpables. Llegará el día en que el káiser y sus cómplices tengan que rendir cuentas de tantas acciones indignas. Nadie en el mundo, ni las mismas fieras, aprobaría esos procedimientos de lucha.

Suárez meditó un poco:

– Es que yo- dijo, como resolviéndose a hacer una confesión- no acabo de comprender una diferencia tan sutil… Condenado el avión de bombardeo, ¿es posible aprobar los cañones? ¿Y las bombas de mano? ¿Y los fusiles? Para mí el instrumento de muerte tiene una importancia secundaria. El hacha de silex o la ametralladora realizan la misma condenable acción, solo desigual cuantitativamente. ¿Cómo puede dulcificarse en la guerra el tránsito de un individuo a la eternidad? ¿Se ha detenido usted a pensar lo que debían de sufrir los guerreros antiguos atravesados por el grueso astil de una lanza? Matarse dulcemente, amablemente, sin saña, con educación, es un bello ideal, pero ¿no resultará imposible conseguirlo? ¿No sería mejor decidirse a suprimir las guerras?

–  ¡Oh!- gruñó Casal, con un brusco movimiento de hombros-. ¡Si eso pudiera ser…! Mientras tano, humanicémoslas.

– No sé cómo…, no sé cómo…

Y hubo un silencio en el que cada uno buscó en vano lo que debía decir.

El señor Fandiño comunicó, con la vista fija en el baboso extremo de su puro, en un afán de aparecer enterado:

– Cuando yo estuve en América, ya se hablaba de eso.

Nadie le animó a expansionarse. Entonces, como si hablase tan solo con el ex conserje, continuó:

– Cuando el general Trinidad García se sublevó… Fue terrible… Tuvo su cuartel en la hacienda donde yo trabajaba, y sus hombres se comieron quinientos bueyes en un mes. Prisionero que cogía, prisionero que colgaba, cabeza abajo, hasta hacerle morir. También les arrancaba las uñas y los dientes, o los empalaba. Un día llegaron unos señores yanquis, diplomáticos o militares, o no sé qué, pero desde luego muy importantes. Y le dijeron al general Trinidad: “nada de torturas; usted va a hacer una guerrita cristianamente, y si quiere matar a los prisioneros, que sea con decencia; si no, el Gobierno de Norteamérica intervendrá contra usted”. Una semana después le traen al general Ibarra, derrotado y preso. Entonces llamó al Mezclado, que era como el ejecutor de las sentencias. “Mezclado- le dijo-, despácheme a este pelao, pero con buenos modos; nada de brutalidades, que al fin es un general, y pueden enterarse los gringos que estuvieron aquí el otro día; asegúrelo delicadamente no más; si puede ser, sin que él mismo se entere”. “Descuide, jefecito”- dijo él Mezclado. Y lo pensó bien. Y va a la mañana siguiente y se presenta en la celda del prisionero, y le dice: “¿Qué hay, amigo? ¡Qué buen aspecto tiene usted! Si no le afeasen esas barbas de una semana, se diría que le aprovecha el cautiverio. Voy a afeitarle yo mismo.”

“Le colgó una toalla al cuello, le enjabonó y le rasuró perfectamente. Al final le causó en la garganta un pequeño arañazo.

–  Esto no es nada- aseguró-; mañana habrá cerrado ya.

– Al día siguiente volvió a afeitarle y le clavó un poco más la navaja.

–  Usted disimule- rogó-, pero ha tropezado la hoja en el rasguño de ayer. ¡Como no tengo la habilidad de un profesional verdadero!

Al otro día cortó un poco más hondo.

– ¡Qué torpe soy!- comentó.”

“Al cabo de una semana casi había llegado hasta la tráquea. El prisionero estaba pachucho, pero no experimentaba el menor sobresalto, porque, en conciencia, no podía afirmar que lo matasen.”

–  “¡Uf!- exclamó el Mezclado, al entrar cierta vez en la celda-. ¡Cómo está esto! Me parece que se le ha enconado a usted el arañazo de la semana pasad. La verdad, amigo, para estar así, más vale proceder con energía. ¿Sabe usted lo que hago yo cuando un botón de mi traje amenaza caerse? Lo arranco y lo guardo para no perderlo, y si no hacemos ahora igual, se le va a desprender por sí sola la cabeza. Espere… Es un momentito…

Y le rebanó lo que quedaba.”

“Aquello se comentó mucho, y aunque no faltó quien lo censurase, casi todos convinieron en que era lo único que cabía hacer para matar piadosamente a un hombre.”

– ¡Está bueno eso!- aprobó, riéndose largamente el ex conserje de San Antonio.

Medina, ahíto de ordinariez, indignado en lo íntimo contra Rosendo y el intruso, se despidió, y Suárez fuese tras él, a su tienda de muebles.

Entonces, Fandiño miró con ternura al señor Casal.

– ¿Una copita?- le preguntó.

–  Gracias; no bebo nunca.

–  ¿Otro cafecito?

–  No, no.

El ex conserje acercó más su silla.

–  Oiga usted, don Amado, aquí, mi amigo querría pedirle un favor.

–  Veamos.

El hombre gordo asentó las dos manos en los muslos, movió la cabeza en el holgado enchufe de la bufanda y comenzó:

– Mire usted, señor: es que hay cosas que no está bien que se le hagan a un hombre honrado. Yo tengo, para servir a usted, una tiendecita en el arrabal. Cuando volví de América empleé en eso las pesetitas ahorradas. Y al principio, no iba mal. Mi mujer cocina bien y el vino es excelente. Que lo diga Rosendo. Pero hace unos meses, todo va de cabeza. Hay días que no gano ni cinco pesetas; la gente huye de mi casa como si en ella hubiese el cólera. ¿Por qué ocurre esto? Le aseguro que no hay ninguna razón para que sea así. Yo me volvía loco cavilando: ¿por qué será, por qué no será? Hasta que recientemente descubrí el misterio.

Clavó sus ojos abultados en Casal, subiendo una ceja y bajando la otra. Añadió:

– Me han incluido en las Listas Negras.

–  ¿En las Listas Negras?- repitió Casal, preocupado-. ¿Y por qué?

–  ¡Qué se yo!… Por venganza, por envidia, para hundir mi negocio.

–  ¿Quién se lo ha dicho?

–  Concretamente, nadie. Pero, ¿qué otra cosa puede ser? No hay ningún motivo. El vino es mejor que el del año pasado…

–  Si no es más que una sospecha de usted, si usted no hizo nada…

– ¡Nada! Se lo juro. Son las malas almas, los envidiosos, que no reparan en calumniar. ¡A mí qué me importa Alemania! ¿No comprende? Pero me han denunciado; no lo dude usted. Han engañado a Inglaterra y eso es todo. Ahora viene Inglaterra y dice: “ya no se va más al bochinche de Fandiño”, y Fandiño se revienta por muy inocente que sea.

Trazó un rápido ademán con el puño cerrado, como si cepillase el aire.

– A mí me parece una suspicacia de usted –rechazó Casal.

–  ¡Suspicacia! La tienda está donde estaba, el vino es mejor, los precios casi iguales, la gente bebe sin más… Si no es por las Listas Negras, ¿cómo quiere usted que me explique mi ruina? ¡Y tiene que ser, tiene que ser! Se han visto muchos casos parecidos. A los Zaera no han querido pagarles unos miles de duros, a Requejo le negaron el suministro de primeras materias para su fábrica, a Menéndez no le compran ni por valor de un maravedí… Hoy no ocurre nada en España sin que intervenga la voluntad de estos países.

Un poco aburrido de aquella temerosa manía, preguntó Casal:

– Aunque así fuese, ¿qué quiere usted de mí?

–  Que sea mi cónsul y le hable en mi favor, que le diga que estoy a la disposición de Inglaterra, que nunca dije ni hice nada contra su patria, que me pongan a prueba.. Yo vendré aquí todas las tardes: a ver si me oye usted nunca nada contra los aliados. O vaya usted por mi casa, que será una honra para mí. Que le diga Rosendo. Inglaterra está equivocada; se lo aseguro. Ya ve: podría pasarme al otro bando, y no lo hago porque no me tira el corazón para ese camino. Usted puede afirmarle al cónsul: “Fandiño no quiere la guerra con ustedes; Inglaterra hace mal en perseguirle; Fandiño es un buen amigo de Inglaterra…” Y si usted garantiza, le creerán.

Capítulo 9

La noticia del arrebato belicoso de Jorge Pons se extendió prontamente por Iberina. Los amigos del proyectista acudían a él para comprobar la veracidad del articulito publicado en El Eco acerca de su marcha. El menosprecio que existe en España hacia los frutos de la inteligencia se hizo bien notorio en esta ocasión para Medina, porque casi nadie habló de El pequeño héroe, mientras todo el mundo se ocupaba de Pons. No es posible decir que el joven escritor sintiese envidia, porque –como él proclamaba con irrefutable veracidad- el día que se le antojase, por una sencilla decisión de su albedrío, podía él también alistarse en la Legión Extranjera; mientras que Pons, aunque consagrase a ello toda su vida, sería incapaz de componer un cuento como el suyo.  No le envidiaba, y hasta le parecía encantador que los aliados recibiesen aquel refuerzo; pero comprendió claramente que él representaba el Ideal,  y Pons, la Práctica; y le dolía la ceguera del populacho que anteponía en su admiración la brutalidad de un sujeto dispuesto al homicidio, a los méritos de una labor intelectual que insinuaba en las almas y las conquistaba para la Buena Idea. Más por corregir este defecto de las muchedumbres que por zaherir a su contertulio, lanzó subrepticiamente unos burlones pareados contra Pons. Algunos socios del Casino, que eran germanófilos, los retuvieron en la memoria y los celebraron grandemente.

Pero pronto quedó Jorge dueño del campo. Una tarde, Medina anunció en la tertulia del café del Siglo que se marchaba a Francia. Abrevió el asombro de sus amigos. No por mucho tiempo. Una vueltecilla nada más. Verdaderamente, iba a San Sebastián a recoger a una anciana tía suya que no se atrevía a viajar sola; pero aprovecharía la ocasión para asomarse a Francia y admirar de cerca el espíritu de la nación heroica.

– Siempre se aprende con ello- aseguró-; se orea el alma… Y quizá envíe algunas crónicas a El Eco.

Al día siguiente ocupó una butaca junto a ventanilla de un vagón de primera. Se paseó largamente por el andén, con irreprimible ansia de ser visto; pero el temor de perder su privilegiada plaza, desde la que se proponía hacer interesantes y nuevas observaciones sobre el paisaje, le obligó a recluirse en el coche veinte minutos antes de la partida. No tuvo suerte, porque de los cinco viajeros que se instalaron e las restantes butacas sólo conocía a don Arístides Sobrido, que iba en un breve viaje a visitar al capitán general para agradecerle la protección que había dispensado a la proyectada fiesta de los boy-scouts y a someter a su consejo algunos detalles del programa. Los otros cuatro señores eran militares: un comandante que marchaba a inspeccionar sus fincas, un capitán invitado a una cacería y dos tenientes que aprovechaban una licencia para correr en busca de sus novias lejanas. Cuando apareció el revisor, mostraron sus carnés con ademanes distraídos, sin suspender su charla.

Ninguno de ellos reveló la menor extrañeza cuando, de un extremo a otro del departamento, Medina comunicó al señor Sobrido que “iba a dar una vueltecita por Francia”. Quizá esta indiferencia lesionó el espíritu impresionable del joven o acaso se debió tan sólo a su grave ignorancia del régimen de un país el con que, poco después, mientras fumaban un cigarro en el pasillo del tren, dijo a don Arístides:

–  ¿Ha visto usted estos señores? Mientras nosotros pagamos los billetes del tren más caros que en ninguna nación de Europa, ellos los obtienen a un precio tan irrisorio que puede decirse que sus carnés son como pases de libre circulación por todas las líneas férreas.

Sobrido contestó secamente:

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– ¿Y por qué han de disfrutar de un privilegio tan inexplicable?- saltó Medina-. Yo voy a buscar a mi tía, y pago. Ellos no están en actos de servicio, van a ver sus fincas, sus novias, van a divertirse o a pasearse, y no pagan… Eso no está bien.

– No está bien cuando se trata de jueces, de empleados de Fomento, de personas que pueden tener relación con las Compañías y que por aceptar ese favor ven mermada la absoluta independencia con que deben obrar respecto a ellas. Pero los militares no están en ese caso. Si cien oficiales, si ochenta capitanes, si cuarenta comandantes, si veinte coroneles, si diez generales cometiesen la extraña locura de presentarse ante el Consejo de Administración de una Compañía ferroviaria, y dijesen: “Pidan lo que de nosotros deseen”, al consejo no se le podría ocurrir ninguna idea, como no fuese la de organizar con todos ellos un tren botijo. Entre las Empresas de ferrocarriles y los militares no hay conexión. Pero todo lo que pudiera decirle a usted en apoyo de esto, huelga, porque las Empresas no hacen regalo alguno a los militares.

– Entonces, ¿quién paga el billete?

– El Estado

–  ¿El Estado? ¿Con mi dinero? ¿Con el dinero de usted? ¿Con el de todos?… ¡Eso es peor, mil veces peor! Yo le digo a usted que siento muchísimo que mi dinero…

– ¡Calma, calma!- atajó Arístides-. Un momento… A primera vista parece difícil explicar por qué un teniente puede recorrer toda España en tren, casi de balde, para ir a ver a su novia, o un coronel gotoso marchar en las mismas condiciones a un balneario, y un comerciante, un médico o un empleado se ven forzados a pagar. Pero nada hay que no tenga su intríngulis. El ejército español no suele hacer maniobras. O está en los cuarteles o en África. No existe término medio. Hay quien dice que las maniobras militares no sirven más que para sugerir asuntos a los libretistas de operetas; pero esta es una opinión irrespetuosa que solo recojo para condenarla con todas mis fuerzas. Ahora, ¿por qué no se hacen maniobras en España? Porque resultan carísimas. Traer y llevar a tanta gente…, gastar pólvora…

–  Sí, es muy caro.

– Terriblemente caro. El país es pobre. Sin embargo, los militares no podían pasarse la vida mirando las paredes del cuartel. Entonces se ideó un sistema de pequeñas maniobras, de maniobras individuales, cuyo precio es comparativamente irrisorio. Gracias a la virtud mágica de un carné, los oficiales y jefes del Ejército pueden conocer el país de punta a cabo. Estos viajes, ¿son solo de recreo? ¿Sirven únicamente para estrechar la temblorosa mano de la amada, confortar al pariente enfermo, asistir al examen de los hijos o vigorizar el cuerpo en las aguas del Cantábrico? No, sino para estudiar, para enterarse, para ver. Usted es un literato. Se asoma a la ventanilla, piensa “¡qué bello paisaje!”, y supone que bajo la gorra de cuartel de su compañero de vagón, también asomado, se formula el mismo pensamiento lírico. Y no es así. Él piensa, seguramente: “para tomar aquella cota…”; o bien: “en este río, los pontoneros tendrían que…”; o acaso: “¡vaya una cabeza de puente la que ahí queda!” ¿Comprende usted?

–  ¡Hombre!- concedió Medina-. Viajar ilustra. Yo no digo…

–  Claro que ilustra- remachó Arístides.

Pero llegaban a la estación donde debía abandonar el tren, y se despidió presurosamente.

Una semana después los carteros de Iberina repartían afanosamente por la ciudad un montón de tarjetas postales de Biarritz, firmadas por el autor de El pequeño héroe. Al otro día, las tarjetas eran de Bayona; tarjetas auténticas, con su timbre francés y su matasellos tan legible como si Medina hubiese pedido a los empleados postales que lo imprimiesen con cuidado para que se advirtiese que era legítimo, que no había mixtificación. Todas las cartulinas contenían la misma frase: “Desde esta tierra maravillosa le saluda afectuosamente. Medina.”

Fue un aluvión, un verdadero aluvión. Pocas familias del pueblo dejaron de recibir aquella prueba de que Medina estaba en la nación angustiosamente sacudida por los horrores de la lucha. La madre del temerario joven iba y venía llena de sobresalto, doliéndose, como si él estuviese en el frente de batalla.

–  ¡Este hijo mío es un loco! ¡Un loco!

Sin embargo, Jorge Pons continuaba absorbiendo el interés de la ciudad. Había enderezado aún su alta estatura y lucía una corbata que tenía los colores franceses. También había compuesto para su semblante un gesto mitad heroico, mitad resignado, como hombre que va a la muerte con una fría decisión, empujado por la fuerza de sus ideales. Algunos chiquillos le seguían constantemente y muchos graves vecinos de Iberina gustaban de acercarse a él para darle consejos, hacerle preguntas y hasta ayudarle con regalos. Estas dádivas fueron cambiando lentamente su indumentaria. Llevaba ahora unas fuertes botas de becerro engrasadas y unas tiras de lana inglesa enrolladas a las robustas piernas. Contaba también con un impermeable y una gorra pasamontañas. Misteriosamente, por conducto de un golfillo, que le había entregado además una breve carta escrita con letra de mujer, recibió un utensilio voluminoso que era a un tiempo navaja, cuchara, tenedor, escarbadientes, sacacorchos, tijera, lima, punzón y otras cosas. Incontables veces cada día le interrogaban:

–  ¿Es cierto que se va usted a las trincheras?

Y otras tantas respondía sonriente:

– Para allá vamos, sí, señor.

Entonces le hacían encargos. Querían que enviase trozos de granada, cápsulas de cartuchos para convertirlas en mecheros, balas que si pudiese ser, “hubiesen herido a alguno”. Y cascos. Cascos, sobre todo. Hasta Suárez le había pedido uno, alemán, “que no estuviese muy estropeado”.

Cuando se enteró de que, al alistarse, perdería su nacionalidad y la protección del Estado español, abrió los brazos melancólicamente.

– Sin embargo, yo sé que al servir a Francia sirvo a mi patria.

Y aquel gesto, para los ojos de Iberina, era como si Pons se despojase de un escudo para ir pecho al aire a su arriesgada aventura. Se le admiraba unánimemente. Los mismos germanófilos hablaban de él con cierto respeto, y proclamaban:

–  ¡Eso debían hacer los demás, los que como él piensan! ¡A las trincheras, a las trincheras! ¡Allí es el sitio donde se prueban las simpatías!

No hay razón ninguna para ocultar que Pons recibió más consejos que donativos prácticos. Pero muchas veces un consejo vale más que un tesoro; y con la misma sinceridad debe decirse que jamás ningún otro hombre salió para un campo de batalla tan asesorado e instruido por la sabiduría de todo un pueblo. En él se vertió toda la ciencia belicosa de Iberina, ciudad tres veces heroica, que se defendió contra los ingleses, los franceses, los romanos, los fenicios, los moros, los piratas normandos y los godos. Muchos señores que habían meditado largamente planes guerreros de infalible eficacia, no tenían recelo en comunicárselos a Pons. Un fumista le regaló el proyecto de un alicate automático para cortar alambradas, que iba unido a una coraza encargada de proteger al individuo que los manejase. Otros ponderados vecinos le decían sencillamente, con aire de preocupación paternal:

–  Sobre todo, ¡ojo con los gases asfixiantes! ¡Son terribles!

Y también:

– Nada de imprudencias ni de andar asomando a cada instante la cabeza sobre los reductos para curiosear. Podría costarle la vida.

Don Amado le dijo cierta noche, a solas, después de pagarle el café:

–  Hombre, como usted tendrá, probablemente, ocasión de ver a Joffre y de hablarle, ¿por qué no le entera del sistema de guerrillas tan característicamente español? Me parece que si ellos siguiesen nuestro sistema de guerrillas… Ya ve usted: a nosotros nos ha dado siempre un resultado admirable. Puede usted citar el caso de nuestra guerra de la Independencia…; en la misma guerra carlista hay ejemplos sorprendentes… Y… ahí está Viriato; Viriato no fue más que un maravilloso guerrillero, y ya ve usted lo que dio que hacer a la nación más fuerte de su época… Dígale usted estas cosas a Joffre, si viene a cuento…

Pons sacó el cuadernito donde apuntaba los encargos de la gente y anotó el nombre de Viriato y la fecha de la guerra contra Napoleón. De pronto le asaltó un escrúpulo:

–  Digo yo…: ¿y esto no será vender un secreto nacional?

–  ¡Hombre- replicó don Amado-, creo que no! ¡Vamos: a mí me parece que no!… En todas las historias puede leerse eso…

–  ¡Bueno, bueno- atajó Pons-, por mí que no quede!

Un día planteó a sus contertulios un grave problema. ¿Cómo ir a Francia? Esta era la cuestión. ¿Cómo ir a Francia? Porque, como todos sus amigos sabían, él no tenía un céntimo. Y necesitaba hacer gastos para su equipo, gastos para su viaje… Una empresa de tal índole, al fin, exigía algún dinero. ¿Cómo procurárselo?. “¡Si él pudiese encontrar una madrina de guerra que quisiese ayudarle…, la mujer o la hija de algún francófillo…”, dijo mirando casualmente a Suárez, casado y con dos hijas. Pero Suárez declaró en seguida que no tenía fe en que las señoras o señoritas de Iberina “quisieran significarse” ¿Entonces? Se habló y se discutió largamente, y al cabo vino a decidirse que lo más recomendable era abrir una suscripción entre los aliadófilos.

Don Amado Casal puso más ardor en aquel empeño que el que nadie pudo poner en equipar un tercio para combatir en Flandes o una galera contra el turco. Él mismo hizo el sacrificio de quince pesetas. Se habló a los amigos de la Entente, se escribió a los pueblos más importantes de la provincia… Muy trabajosa, muy lentamente, la suscripción iba engrosando, y Pons, más animoso cada día, esperaba el momento de partir.

Medina no había vuelto a enviar postales. Su viaje a Francia- Casal lo supo después por una ingenuidad de la anciana tía- se había reducido a una excursión doce horas. Llegó hasta Bayona luego de pasearse por Biarritz, compró un par de guantes y un frasco de esencia, y volvió a San Sebastián. El único momento en que tuvo la sensación de peligro, aquel en que su boca se secó y sus piernas temblaron, fue cuando, al detenerse el tranvía eléctrico en Irún, creyó el joven literato que los carabineros iban a adivinar que llevaba el pomo de perfume atado a la cintura con un cordel, enfriándole terriblemente los riñones.

La suscripción para el viaje del legionario llegó, rechinando, como un coche sobre los frenos, a seiscientas cuarenta y siete pesetas y cincuenta céntimos. Después se paró definitivamente. Cuando Casal tuvo en su poder esta cantidad, le comunicó a Pons su sospecha de que sería imposible hacerla mayor.

– ¿Qué le perece? ¿Bastará?

El rostro de Pons se arrugó en un gesto de desencanto.

–  ¡Es una inmundicia, señor Casal!

– No es gran cosa, en efecto- reconoció don Amado, bajando los ojos.

–  ¡Una cochinadita! ¡ Son de una sordidez espantable!… Entonces, ¿cree esa gente que yo no valgo más que seiscientas pesetas y unos céntimos?

–  No es eso, no es eso precisamente…

–  ¡Oh, qué país, qué país!

Y quedó silencioso, como si profundizase en el tema que su propia frase le proponía. Al cabo de un minuto, Casal murmuró:

–  Usted dirá lo que hacemos.

Alzó los hombros.

–  ¿Y qué hemos de hacer? Venga este puñado de calderilla… Mañana marcharé…

Guardó el dinero, y añadió con amargura, mientras se esforzaba en abotonar sobre los billetes el bolsillo interior del chaleco:

– De nadie tengo que despedirme… No dejo aquí ni un pariente, ni un amigo…

Casal se conmovió:

–  No es usted justo, Pons. Nosotros no le olvidaremos nunca.

Y le abrazó con los ojos húmedos.

Al día siguiente, quince minutos antes de salir el tren, Jorge Pons apareció en los andenes, donde ya estaban las principales figuras del grupo francófilo de Iberina. La elevada estatura del legionario descollaba entre todos. Con sus medias inglesas, su gorra pasamontañas, los gemelos pendientes de unas correas sobre el costado derecho y un termos y una cartera de oscura piel, con un botiquín de urgencia, sobre el izquierdo, muy digno, muy grave, Pons estaba, en verdad, imponente. Nadie advirtió en él decaimiento alguno. Ni palidez. Ni el más leve temblor en la mano con que encendió un cigarro magnífico. Dialogaba con serena firmeza. El fuego de la decisión, el entusiasmo que le llevaba a verter su sangre por la causa de la Justicia, brillaban en sus ojos. Suárez le regaló para el camino una empanada de lampreas, y en el gesto de indiferencia con que la recibió pudo notarse que ya se había infiltrado en él la preconizada condición de la sobriedad, tan precisa en un buen soldado. Acaso también influyese en su conducta la falta de un concepto cabal acerca de la suculencia de la lamprea; porque debe decirse que, dentro de sus conocimientos ictiológicos, la lamprea era un pez que fluctuaba vagamente entre el tiburón y la sardina, sin encasillamiento decidido.

Cuando salió el tren, Pons asomado a la ventanilla, agitó insistentemente su pañuelo. El grupo de fracófilos, deshecho, prolongado a lo largo del andén, como si, al desplazarse el tren, lo succionase, atrayéndolo, se descubrió respetuosamente. Don Amado, con voz extraña, enronquecida por la emoción, gritó, estirando el cuello, como un gallo al cantar:

–  ¡Viva Francia!

Y el agente de policía se le acercó apresuradamente para rogarle:

–  ¡Don Amado, haga el favor!… ¡No me ponga en un compromiso, caramba, que parece mentira!…

El pañuelo blanco de Pons aún lucía, lejos, cándido, inocente y cordial.

–  Acaso- dijo alguien al salir- hayamos visto a ese hombre por última vez.

Y todos callaron. 

Capítulo 8

Don Arístides Sobrido estaba en su despacho ocupado en organizar la fiesta en que había de ser entregada a los boy-scouts una bandera bordada por algunas damas de la ciudad. Tenía que idear todos los detalles de la ceremonia, le era preciso interesar en la fiesta a las autoridades, redactar sueltos para los periódicos, pedir tiendas de campaña a la Intendencia Militar, preparar una arenga… El cerebro del señor Sobrido, como el de cualquier grande hombre que se encontrase en trance análogo, funcionaba a muchas atmósferas de presión, cuando la criada rompió sus meditaciones para anunciarle:

– Está aquí un explorador que desea verle.

– Que pase- concedió don Arístides moviendo apenadamente la cabeza en ese gesto que quiere decir: “no le dejan a uno!…”

Y apenas había concedido su venia aparecieron en el vano de la puerta, tiesos, con la mano derecha sobre el corazón y el sombrero Baden Powel sostenido a la espalda por el barboquejo, los tres palmos de estatura que componían la persona de Tintín Ampudia, primer premio de aplicación en el Colegio de San Antonio.

–  ¿Qué te trae, Titín? –preguntó con repentino aire de tedio el señor Sobrido-

– Vengo, porque…; una desgracia…, ¿sabe usted?… Pasaba yo por ahí, por las afueras…, cerca de la Plaza de Toros, y encontré a unos chiquillos que estaban atormentando a un pobre animal…; que iban a matarlo… Si no es por mí, acaban con él ahí mismo… Y fui yo…, fui yo y les di una peseta que me había dado mi papá… Porque eran muchos, y no podía quitárselo…

– Muy bien, Titín –alabó sin gran efusión don Arístides-; me gusta que tengáis buenos sentimientos y que protejáis a los débiles. Ya sabes que es una de vuestras obligaciones.

– Sí, señor. Está en el libro.

– Así es. ¿Traes ahí el pajarito ese?

Tintín había ido ya cuatro o cinco veces a perturbar las tareas de Sobrido para llevarle gorriones o golondrinas que rescataba de las crueles manos de los pilluelos.

     Pero esta vez dijo el explorador:

– No, señor; no es un pajarillo.

– ¿Qué es, entonces?

– Mírelo usted.

– ¿Dónde?

Solo entonces reparó Sobrido en una masa color barro que temblaba fuertemente a los pies de Titín.

– ¡Dios mío, una cabra!- exclamó.

– No es una cabra, don Arístides: es un perro.

– Nadie lo diría- aseguró el excelente hombre-; en mi vida he visto un animal más feo y sucio. ¡Infeliz!

– El rabo viene aparte- explicó Titín, dejando sobre un silla algo envuelto en un periódico-, porque se lo habían cortado ya.

– ¡El Señor nos valga!

– Si no aparezco yo- siguió el chiquillo, con la sana alegría de su acción- lo hubiesen matado. Lo iban a ahorcar. Entonces fue cuando les di la peseta.

– Está bien pagado- gruñó Sobrido, ya porque el can se le antojase una birria, ya porque temiese que el boy-scout abrigase la intención de pedirle los cuatro reales-. Está bien pagado. Seguramente nadie daría más, amiguito.

     El premio de la aplicación continuó:

– Y como mis papás no quieren animales en casa, dije yo: “se lo voy a llevar a don Arístides”.

– Claro, claro- gruñó el favorecido-; no me parece mal, no me parece mal… Ahora que…, no vaya a ser el diablo… ¿Tú te enteraste de si está rabioso?

– ¿Rabioso? No señor. Cuando están rabiosos se les conoce en seguida. No hay más que cantarles: “Marcha can; -marcha can; -agua clara- te darán”, y como no pueden ver el agua, se escapan corriendo.

El jefe de los exploradores se mesó su barbita de chivo. ¿Cómo se le dice que se vaya enhoramala con su puerco y moribundo perro a un boy-scout al que se le ha enseñado a amar a los animales? Don Arístides le alargó la mano como un hombre.

– Has cumplido, Titín. Te felicito. ¡Siempre adelante, hijo mío!

Titín le agitó la mano como si tocase una campanilla, y se marchó.

– ¡Eusebia!- gritó Sobrido, apenas se hubo cerrado la puerta-. Llévate de aquí a este montón de inmundicia.

Pero Eusebia cantaba un cuplé a grito herido en un lejano lugar de la casa, y no acudió. Arístides miró al montón de inmundicia y el montón de inmundicia le miró a él con los tristes ojos de los animales castigados. Luego, acaso transido de gratitud, se acercó arrastrándose, con el tierno propósito de rozarse con los pantalones del caballero.

El caballero apartó su sillón de la mesa, recelosamente, para ponerse en pie.

– ¡So! ¡So! ¡Chucho! ¡Pobrecillo él!- aduló Sobrido.

Y volvió a gritar, mientras daba la vuelta alrededor del mueble.

– ¡Eusebia! ¿No oyes, Eusebia?

Cuando la criada apareció, la paciencia del jefe de los exploradores estaba a punto de agotarse y su labor personal había sufrido una gran merma. Así, no es de extrañar que, libre ya de la amenaza del perro mutilado, cuando volvió a su labor y se vio nuevamente interrumpido en ella por el canto de la criada, la volviese a llamar para notificarle con el conminatorio acento de las grandes decisiones inquebrantables que “aquello era ya demasiado” y que “en su casa no cantaría en lo sucesivo nadie más que él”, aunque esto no quería decir de ningún modo que alguien hubiese de oír nunca entonar una nota a un ciudadano embargado de continuo por tan graves preocupaciones.

La criada opuso tranquilamente a aquella admonición.

– Si es así, ya puede buscar el señor otra para mi puesto, porque yo me voy. De todas maneras, pensaba hacerlo, y tanto da un día como otro. Pienso ser cupletista.

Y se fue, mientras don Arístides pensaba, con desesperación, que se hacía esperar demasiado el triunfo de Alemania, ya que, cuando Alemania hubiese vencido, no serían posibles muchas cosas que entonces amargaban la vida de los españoles amantes del orden: que le llevasen al hogar un perro sarnoso, que una criada se dedicase al cuplé…

Ya fuese, en verdad, porque todavía no se hubiera impuesto el espíritu teutón al mundo, ya por otras razones menos comprensibles, lo cierto es que de las oscuras cuevas de las porterías, de entre el vaho sofocante de las cocinas, de los obradores donde las muchachitas se inclinan, aguja en mano, sobre la policromía de las telas, ríos de juventud afluían a los escenarios del “género ínfimo”. Aquella que tenía un lunar estratégico, una naricilla graciosa, un talle flexible, o algo menos que todo esto: un diente de oro, se lanzaba a cantar o a bailar con el mismo rabioso afán de ganancias que los vendedores de cereales. Se incrustaron en los teatros, invadieron los cines, asaltaron los cafés, se apelotonaron en los carteles de atracciones de las casas de juego, densas, estólidas, perfumadas indiscriminadamente, contorsionándose como lagartijas o gritando que “eran las más bonitas de Andalucía”, o que “su madre era una maja de Maravillas”. ¡Patética marea de ansiedades, cañaveral de piernas bonitas que caminaban hacia la conquista del “auto” y del bocadillo de jamón, y en el cual el viento de los trombones silbaba cazurramente! Al firmarse la paz, cayeron en montones en la nada, como caen las moscas, al llegar el invierno, ante las puertas cerradas de los establos.

Esta muchedumbre juvenil tenía sus parásitos: agentes, musiquillos de ocarina, urdidores de “letras” para los cuplés.

Jorge Pons se alistó entre ellos y acertó el tono increíblemente estúpido, manicomial, de aquellas composiciones. Pero el insigne proyectista quiso reforzar los no muy copiosos ingresos que obtenía con tal trabajo, y jugó. Entonces era casi imposible sustraerse a esta tentación, porque las casas de juego eran tan numerosas como los bancos, o quizá más, y esto convenía a aquellos tiempos en que la impaciencia de enriquecerse se clavaba como una espuela en el espíritu. Jorge Pons jugó y perdió, aunque él había estudiado una martingala con la que las probabilidades de ganar aumentaban considerablemente. Nadie puede extrañarse de que aquel hombre, aligerado de la última peseta, llegase a la tertulia del café del Siglo hosco y taciturno, después de un largo y solitario paseo en el que consideró el fracaso de su “combina” con la amargura con que se enjuicia la ingratitud de una mujer amada.

Llegó al café y sentose en un extremo del diván. Sombríamente. Eran ya las doce de la noche y los parroquianos tan solo ponían en el local las oscuras manchas de cuatro o cinco grupos.  En el que presidía don Amado Casal, dialogaban ya lánguidamente el mueblista Suárez, Medina y el ex conserje del Colegio de San Antonio. Un tema se iba adelgazando para morir, cuando Suárez dijo:

–  Bueno, Medina, ¿y por qué no nos lee usted ahora esas cuartillas?

Medina hizo un gesto recomendándole discreción.

– ¿Qué cuartillas son esas?- preguntó entonces don Amado.

–  ¡Nada…!- despreció modestamente el joven escritor-. No haga usted caso.

– ¿Cómo que no?- saltó el mueblista-. Si iba usted a leérmelas cuando vinieron los demás…

– ¡Ah!- hizo Casal-. ¡Si nosotros no merecemos su confianza…!

Medina pareció de repente muy afligido .

–  ¡No diga usted eso, don Amado! En verdad, tengo en el bolsillo un cuentecito que escribí para El Eco… Pero… no vale nada… No voy a molestarles con…

– ¡Vamos, vamos!- sonrió el ex conserje-. ¡Sáquelo usted!

Una mano de Medina se deshizo hacia el bolsillo izquierdo de la chaqueta, pero debió de ser sin el consentimiento de su propietario, porque su propietario continuó aún durante algunos minutos insistiendo en que “aquello” no merecía ser leído y que únicamente se decidiría si don Amado interpretaba su negativa como una falta de confianza. ¿Había hablado en serio don Amado? ¿Sí?… Entonces, naturalmente, no podía vacilar un instante e iba a “amargarles la noche”. Pero la culpa no era suya, ¿eh? Esto era todo lo que le importaba hacer constar: la culpa no era suya.

Extrajo las cuartillas. El ex conserje tuvo entonces la inoportunidad de hablar de una fiesta celebrada en el colegio, en la que el director del Instituto había leído también un trabajo “que… ¡vaya un primor de trabajo!… El buen hombre intentó recordar algunas frases  recitó seis o siete oraciones vulgares, que habían quedado colgadas en su memoria, como –en las aulas- los macacos de papel que los alumnos arrojaban al techo pendientes de un hilo. Luego le acometió la duda de si realmente había sido el director del Instituto o el catedrático de Química, “un tal don Manuel, que valía mucho”… Medina esperaba con las hojas nerviosamente apercibidas. Al fin preguntó, sin contenerse, temiendo que llegase la hora de cerrar el café:

– ¿Leo o no leo?

Sí, sí: todos le escucharían encantados. El mismo ex conserje cortó su edificante evocación sin enojo alguno y dijo: -“¡Venga!”, con un ansia que parecía sincera. Medina advirtió:

– Es un episodio de la guerra.

Carraspeó. Anunció con prisa nerviosa:

– Se titula El pequeño héroe.

– ¿Cómo?- preguntó Pons, que estaba un poco lejos.

El… pequeño… héroe– replicó Medina casi silabeando.

– ¡Ah! Había entendido El pequeñorro.

Todos rieron, menos Medina, que se limitó a fruncir la comisura de los labios. Pepe, el camarero, se acercó al grupo para escuchar. Temiendo nuevas interrupciones, el joven comenzó a leer sin otros estímulos, en tono que no tardó en hacerse enfático y solemne.

En una provincia francesa, la vanguardia de los invasores había llegado a cierto lugar donde existía una granja, y una patrulla se albergó en la humilde casita. Inmediatamente, los soldadotes habían cargado sus pipas con un tabaco nauseabundo y comenzaron a fumar. El descubrimiento de un barril de cerveza en una habitación de la casa daba lugar a un escena frenética de alegría. De pronto, el sargento que mandaba la patrulla imponía silencio con un ademán, y mirando con ojos terribles a la dueña de la granja, ordenaba:

– ¡Dinos dónde están los franceses! ¡Tú sabes dónde están los franceses!

La pobre mujer se ponía densamente pálida. Los franceses se habían marchado, en efecto, aquella mañana, hacia la derecha, por un desfiladero; pero la mujer- que en este punto de la narración ya estaba lívida- se aferraba a un silencio desesperado y tenaz. Medina hacía constar escrupulosamente que en sus ojos “lucía un fuego sombrío”. Entonces el sargento por una pierna al pequeño René, hijo de la granjera, que apenas tendría siete años, y le arrastraba hacia sí, “con una mueca de sarcasmo”.

– ¡Este será el que cante!

Y le interrogaba:

– ¿Dónde están los franceses?

El chiquillo sin pestañear, secundaba el materno silencio. El teutón le apoyaba la punta del sable en la garganta y rugía:

– Por cien bombas de mano!… ¿Tendré que matarte?

Y el pequeño René, inmóvil ante el centellear del acero, afirmaba:

– ¡Máteme, yo no vendo a mi patria!

El ex conserje interrumpió admirado:

– ¡Caray! ¿Dijo eso?

–  Sí- sostuvo Medina, releyendo-; dijo: “Máteme: yo no vendo mi patria!”

– ¡Muy bien, muy bien!- apoyó entre dientes don Amado.

Pero los invasores no ignoraban que el pequeñuelo había servido de guía a los franceses y querían a todo trance obtener su declaración. Helos ahí poniendo en práctica la espantosa idea de acercar los desnudos piececillos del héroe “al alegre fuego del hogar”… Se difunde por la estancia un fuerte olor a carne quemada, los ojos del niño se extravían con el dolor…; pero él calla. Las llamas prenden súbitamente en su trajecito…

– ¿Se dice “trajecito” o “trajito”?- quiso aclarar el camarero, que oía atentamente.

– Trajecito, bestia.

Pues bien: comenzaban a arder sus ropas. Entonces le soltaban y aun permitían que la madre le curase. Mas era tarde ya: el niño agonizaba. Al amanecer el nuevo día se oyen disparos. Son los franceses que vuelven. La patrulla alemana es batida y mueren todos los feroces soldados. En su alcoba, René escucha la Marsellesa que cantan los triunfadores, y abre sus ojos, “en los que ya se veían las sombras de la muerte”. Pero suenan pesados pasos y tintineo de espuelas: el general francés y el abanderado, que ya conocen la historia de lo ocurrido, vienen a felicitar al pequeño héroe. René alarga sus manitas hacia la bandera, la abraza y expira. Todos se descubren, hasta dos soldados rasos que habían quedado en la puerta. El general, entonces, arranca de su pecho la cruz de la Legión de Honor y la prende en la camisita del niño.

–   ¡Qué atrocidad!… ¡Qué fuere es eso! Expresó sinceramente Suárez, con los labios fruncidos por un gesto de lástima.

– ¡Esa, esa es una raza! – exclamó el señor Casal, entusiasmado con aquella narración, en la que Medina había exprimido sus reminiscencias de los cuentos escritos después de la guerra del 70- ¡Esa es una raza! Ahí se ve el individualismo latino. Un arrapiezo alemán le hubiese preguntado a su padre, por disciplina: “¿Lo digo o no lo digo?” Y este, ¡zas!, se deja achicharrar desde el primer momento, el pobrecillo.

– ¡Lástima que no haya sido verdad, para hacerle un monumento a esa criatura!. Se dolió, conmovido, el ex conserje de San Antonio.

– ¡Está muy bien, Medina!- insistió Casal.

Y el joven, guardando las cuartillas, atenuó, con modestia:

– Es original, por lo menos.

Y procuró oír lo que decía Pepe, el camarero, que estaba repitiendo la historia a unos parroquianos. Suárez gimió, en un momento de pesimismo:

– ¡Y pensar que, si Dios no lo impide, esos bárbaros terminarán por entrar en París!

Don Amado afirmó enérgicamente:

– ¡No entrarán!… Todas las naciones cultas intervendrán para impedirlo.

Entonces ocurrió algo inesperado. Pons dejó lentamente su taza sobre el platillo, se echó hacia atrás en el diván y habló:

– Lo que hay que hacer es dejarse de platonismos. La Libertad y el Derecho están en peligro. Los hombres que amamos el Derecho y la Libertad tenemos ya nuestros puestos designados.

Y pronunció, solemnemente, entre el estupor de todos:

– Yo voy a marchar a la frontera francesa.

Columpió una pierna, con un aire de naturalidad encantadora, mientras los asombrados ojos de los contertulios le asaeteaban. Gruñó el mueblista:

– Creo que no se debe bromear…

Pons extendió las manos.

– ¿Es preciso que lo jure?… Me alistaré en la Legión Extranjera. Usted me verá partir. Soy joven aún; no dejo a nadie en el mundo; nada espero, porque la desgracia me ha perseguido siempre; y la causa de la Civilización me seduce bastante para morir por ella.

Su voz se hizo plañidera cuando añadió:

-Y ahora que estoy sin un céntimo…

Casal se levantó para ofrecerle sobre el mármol de la mesa la efusión de sus brazos.

-¡Es usted un valiente, Pons! Da usted un hermoso ejemplo. Su nombre será conocido en toda España…

Le estrechó, conmovido. Pons tenía los ojos llenos de lágrimas, porque en aquel momento en el que le estimaban y se estimaba más, le dolía más profundamente la injusticia de la suerte que le había hecho perder en la ruleta. Su evidente emoción concluyó por disipar incredulidades. Todas las manos se tendieron hacia él.

– ¡Bien, Pons!

– ¡Bravo, Pons!

– ¡A machacar teutones!

Él explicó, aún conmovido:

– Hace días que rumiaba la idea. Hoy es ya una decisión firmísima que nada podría hacer vacilar.

Interiormente, Medina sentíase contrariado por aquel sacrificio de Pons, que atraía la atención de todos cuando aun no se había hablado suficientemente del cuento. Presumía que en toda la noche no volverían a comentar El pequeño héroe, y esta lógica sospecha amargaba su corazón. Es imposible saber si fue por halagar a Jorge o comprometerle más fuertemente, por lo que dijo:

– Escribiré esta misma noche un sueltecito para El Eco, dando la noticia…

Pero de pronto calló para batir con el codo un brazo de Casal, invitándole con un gesto a mirar a la puerta. En aquel momento entraba en el café Herman Halp, el mecánico de una casa alemana a quien la guerra había sorprendido montando unas máquinas en una fábrica de Iberina y que, después de haber intentado inútilmente volver a su país, se quedó en la pequeña ciudad donde los dueños de la fábrica le ofrecieron trabajo. Entre los contertulios se hizo el silencio. Suárez inclinó el busto para susurrar cerca de Pons:

– Prudencia, ¿eh?… Se lo ruego.

Temía ver saltar a Pons sobre el extranjero, ávido de sangre germana. Pons hizo un ademán con el que quiso dar a entender que, aunque violentándose, conservaba todavía suficiente dominio sobre sus nervios. Susurró, con los dientes apretados:

– No; aquí, no. Estamos en un país neutral. Parecía, no obstante, que en sus ojos había el pesar de que las columnas de hierro del café del Siglo no fuesen troncos de árboles de un bosque de la Argona. Consideró a Halp, que había pedido un bock de cerveza, y entreabrió el arca de sus propósitos para dejar huir esta frase:

– Cuando los tenga delante de mi fusil…!

Su mano se abatió con aparente tranquilidad sobre la mesa y apresó un terrón de azúcar que, poco después, trituraron con ruido los dientes.

– ¡Ah- suspiró don Amado-, si yo fuese joven también…!

Y salieron. Medina no quiso acompañar aquella noche al grupo de Casal, Pons y el ex conserje. Marchó con Suárez, y fue explicándole, sin referirse concretamente a nadie, que, para la causa de los aliados, más útiles que las manos que arrojaban bombas podían ser las que moviesen una pluma culta y prestigiada, encendida en entusiasmo, como una antorcha capaz de prender su llama en todos los corazones.

– Es verdad, es verdad, Medina- concedió el mueblista, bostezando ante la puerta de su casa y haciendo girar la llave alrededor de un dedo-. Hasta mañana, que hay que madrugar.

Medina hubiera querido hablar un poquito más de Pons. Tenía aún muchas ideas profundas que comunicar a su amigo. Pero se azoró ante la franca despedida que coraba la charla y saludó:

– Hasta mañana.

Se alejó. La llave del mueblista rechinó en la cerradura; giró la puerta… Bruscamente, Medina, a seis metros ya de distancia, se detuvo para preguntar:

– ¿De veras le ha gustado mi cuento?

– ¿Qué?- preguntó, desde el portal, Suárez.

– ¿De veras le ha gustado mi cuento?

Suárez asomó la cabeza, con las cejas contraídas.

– No le oigo, Medina. ¿De veras… qué?—

El joven sintió un nuevo y mayor azoramiento.

– Digo que si verdaderamente tiene que madrugar mañana.

– ¡Ah!… ¡Más que usted! ¡Vaya una broma!

Y cerró la puerta. Medina se rió para que le oyese, pero después continuó su camino con un mohín de desprecio. Y aun gruñó más de una vez:

– ¡Imbéciles!

Capítulo 7

Es cierto que Jorge Pons se hacía pagar el café en la tertulia de don Amaro. Pero no sin dolor de su corazón. Toleraba la generosidad de sus amigos con la melancolía de quien sabe que es víctima de una persecución personal y enconada de la Fatalidad. La principal desgracia de Pons, base de todas sus otras desgracias, era haber nacido español. Muchas veces aseguraba a sus contertulios, con la voz empañada, los ojos fijos en la lejanía, que si hubiese tenido la suerte de nacer ciudadano de Norteamérica o de vivir en un país joven y ávido, como la Argentina, su nombre resonaría en el mundo con el áureo estrépito del de un Morgan o un Rockefeller, de un Stinnes o de Vanderbilt. Conocía las biografías de muchos grandes fundadores de fortunas, y sentía en su interior hervir estérilmente la pujanza precisa para superarlos. Iniciativas diversas que confluían en la aspiración de hallar dinero, brotaban dentro de su cráneo rapado y se hinchaban hasta parecer que empujaban a sus ojos saltones. Era capaz, según decía, de urdir cada veinticuatro horas una idea suficientemente jugosa para enriquecer a un hombre. Pero… en España…, ya se sabe: mediocridad, tradicionalismo… y la terrible timidez del dinero…; no se concibe el crédito personal…; se fía una cantidad sobre un reloj, sobre unas sábanas viejas, sobre una capa en cuyos embozos viven millones de bacilos; pero nadie prestaría una peseta a un hombre que no tuviese otra cosa que una idea genial. ¿Qué se puede esperar de un país donde el propio Banco Nacional toma dinero en sus cuentas corrientes sin pagar interés y lo presta a un alto tanto por ciento y con garantías superiores al valor del préstamo? En la hora de la Revolución, había que llevar a la barra, como primeros responsables del atraso económico de España, a todos los consejeros y gobernadores de este sórdido negocio de judíos, turbio e intolerable.

Y Pons cerraba contra ellos sus manos peludas. ¡Todo el mundo enriqueciéndose a su alrededor, y él allí, pobre como un ratón de iglesia, fracasado sin lucha, sintiendo cómo el café, que ni aun podía pagar, excitaba en su cerebro las cien inspiradas ocurrencias que le enriquecerían si el ambiente mezquino y su mala suerte no le mantuvieran inmóvil, oprimido y desesperado, como entre dos topes poderosos.

Verdaderamente, era un proyectista, como se les llamaba entonces, de despierta facundia, y acaso no fuesen del todo injustas sus quejas contra el emplazamiento que le señalara la casualidad. Otros como él, con igual incultura, triunfaron y triunfarán en tierras próximas o lueñas, y hay que creer que algún delicado tornillo faltaría en el mecanismo del carácter de Pons cuando no consiguió alcanzar un éxito análogamente provechoso.

Porque sabía luchar, y no se resignaba nunca al knock-out en que parecían querer sumirle los golpes de la suerte. Antes de que ella contase diez- o anotase el camarero veinte consumiciones en el cuadernito de las deudas- ya estaba Jorge Pons en pie, tambaleante todavía, dispuesto a probar fortuna nuevamente en el ancho ring de los negocios.

La última tentativa había errado en torno a los combustibles. La Compañía Eléctrica de Iberina suministró en aquellos tiempos a sus abonados apenas la cantidad de fluido necesario para enrojecer débilmente los filamentos. Era imposible trabajar durante la noche, las calles tenían sombras de caverna, en los ascensores sólo podían subir– y únicamente los días de fiesta- las personas en último grado de anemia perniciosa y los niños menores de diez años. Cuando las quejas eran demasiado iracundas, la Compañía enviaba largos comunicados a los periódicos explicando que para producir electricidad regularmente era preciso que lloviese también con regularidad. Ahora, esta condición no se cumplía nunca por parte de las nubes iberienses, porque- como hasta los más ignorantes en estas cuestiones podían comprobar- en verano casi nunca llovía y durante el invierno se abrían cataratas celestiales. Mientras esto ocurriese así, ¿qué podía hacer la Compañía?

Las quejas arreciaban aún, y entonces la Compañía, excitada por el desprecio contra aquella incomprensión, duplicaba las tarifas. Cuando sus acciones decuplicaron su valor, decidiose a hacer algo serio y organizó una rogativa, con sus ingenieros y su Consejo de Administración al frente, para pedir al cielo que lloviese con arreglo a las necesidades de la fábrica.

Mientras tanto, Pons había ideado unos aparatos de carburo; y como no le produjesen más que ganancias irrisorias, se lanzó a inventar sustitutivos para el carbón y la gasolina. Aquella era la época de los sustitutivos, y aun podría decirse que la necesidad y el afán de lucro colaboraban para conseguir que todo estuviese sustituido. Jorge Pons contribuyó al mayor bienestar de la sociedad robinsoniana que era entonces España- isla de paz en un océano de violencias- inventando la “pinita” y la “naranjina”. La “pinita” era una pasta de hojas de pino, brea, papeles viejos y cerillas usadas, y estaba concebida para sustituir al carbón en el consumo doméstico. Verdaderamente, era un combustible magnífico, y el cálculo en que se basaba no parece ninguna tontería. Pons sabía perfectamente que los fumadores utilizan las cerillas apenas dos o tres segundos, lo suficientes para encender el cigarrillo, y las tiran después. De esta manera se pierde una cantidad considerable de hilillos empapados en estearina, que son arrojados desdeñosamente al suelo. Es preciso contar también en este despilfarro los fósforos que el viento apaga y aquellos que no llegan a encenderse nunca por mala calidad de la pasta. Pues bien: si todo el mundo guardase esos preciosos residuos y se los vendiese a Pons a un precio naturalmente razonable- diez céntimos el kilo-, Pons ofrecería a su patria un nuevo combustible de eficacia garantizada y de basura plausible. Lo que ocurrió fue que, a pesar de un anuncio publicado en El Eco, nadie se presentó a venderle restos de cerillas. Como Pons dijo después, con gran acierto, esto pinta a España. Somos perezosos; y ahí está el mal. No sabemos aprovechar las últimas materias. Cogemos el metal y tiramos la ganga que también puede enriquecernos. Si la “pinita” no llegó a aparecer en el mercado y sólo existió representada por un trozo único del peso de un kilo, que ardió con grandes bufidos y chisporroteos en presencia de unos cuantos representantes de la Prensa local invitados al experimento, no fue por culpa de Pons. Eso lo sabe toda Iberina.

Pero Pons no cejó. Simplemente, enfocó su poderoso cerebro hacia otro problema, y caviló algún tiempo- ¡oh, veinte o treinta días, nada más!- en el medio más práctico de sustituir la gasolina, que escaseaba terriblemente. Todo el mundo ha advertido que al apretar entre los dedos la cáscara de una naranja salen proyectados con violencia unos chorritos apenas perceptibles, que si nos alcanzan un ojo producen escozor y si atraviesan una llama se inflaman súbitamente. Esto pertenece a la experiencia popular. Sin embargo, a nadie más que al activo proyectista Jorge Pons se le ha ocurrido pensar:

–          Aquí hay una sustancia inflamable de gran fuerza explosiva. ¿Por qué no ha de servir para mover los motores?

Y como esta pregunta quedó formulada sin merecer respuesta hostil, Pons entrevió la posibilidad de la “naranjina”. Científicamente, la “naranjina” existe, descubierta por Pons. Comercialmente, no llegó a cotizarse. Pons necesitaba grandes cantidades de mondas frescas de naranja, y ofreció, en un anuncio que apareció tres días en la cuarta plana de El Eco y que aun figura sin pagar en los libros del administrador, señor Quncoces, cinco céntimos por cada diez kilos de aquella materia. La indiferencia española que desatendió el submarino de don Isaac Peral, que toleró la retención de Gibraltar, que dejó que la salsa mahonesa, concebida en Mahón, nos llegue impuesta del Extranjero con el nombre de sauce mayonnaise; el desamparo en que olvidamos nuestros talentos nacionales- como hizo observar muy bien el señor Pons-, impidió que la “naranjina” derrotase a todos los incontables y pestíferos sustitutivos de gasolina que por aquel tiempo estropeaban el motor de los automóviles en España. En la Naturaleza no llegó a existir nunca más de medio litro de aquella rara sustancia; y no pura, sino mezclada con aguarrás, tal y como había de ser utilizada en la industria. Esta composición pudo ser vista en un cazo de aluminio en la taberna de Juan Cajigas, por dos representantes de la Prensa local, invitados con tal objeto. Al acercar Pons una cerilla varias veces, con bruscos movimientos naturales en un hombre que sabe lo peligroso que es manipular estas sustancias, no se notó alteración e el transparente líquido. Esto impacientó a Pons, que mantuvo la tercera cerilla dos minutos cerca de aquel cuartillo de “naranjina”, que, cuando ya nadie lo creía, se inflamó magníficamente. Parece que el ilustre inventor no fue el menos sorprendido; su sobresalto le hizo retirar la mano con tal brusquedad que rompió los lentes del reportero de El Faro sobre las narices de su dueño, que contemplaba el cazo con gran atención y una sonrisa escéptica. Por su parte el redactor de La Gaceta, que mondaba prematuramente unos camarones (incapaz de contener su gula, a pesar de que Pons le había advertido varias veces con aire malhumorado e inquieto “que eran para después”), al producirse la llamarada exclamó: “¡Carape! O algo quizá más enérgico, y, al levantar un codo para protegerse la faz, derribó el recipiente, con lo que la “naranjina” se extendió sobre la mesa y el suelo, humeante y terrible, y todos salieron corriendo, aunque ninguno tanto como Pons, que había oído gritar a Cajigas:

–          ¡Usted será el que pague todo esto!

Otro cualquiera hubiese cedido ya; pero Pons era un proyectista de pura sangre, y algunos días después de hacerse pagar le café por los aliadófilos del Siglo, ya había puesto en marcha un nuevo negocio.

Esta vez la química no tenía nada que ver en el asunto. Algo más pacífico y también más vulgar se había delineado en el fecundo cerebro de aquel hombre

“a la americana”, como él mismo gustaba llamarse. Esta vez se trataba de un Banco, de un simple Banco, de uno de los Bancos que nacieron por centenares en España durante la guerra europea, ávidos de recoger y manejar los millones que entraban en la Península, y que desaparecieron luego sin dejar rastro de los millones ni de sí.

Pons había visitado a un hombre tosco y cazurro que comenzaba a amasar una fortunita con una pequeña fábrica donde se ponían en conserva numerosos peces averiados, más o menos próximos a la putrefacción, y le había pedido la ayuda de su dinero.

– Pero en Iberina- dijo el conservero- hay ya siete Bancos.

– Exactamente- corroboró Pons- ¿Y qué son siete Bancos? ¿Sabe usted cuántos millones de pesetas hay en Iberina? ¿Cree usted que todos están en esos Bancos? Pues no, señor: mucha gente guarda el dinero en sus casas, muchas personas se pasean llevando en los bolsillos cinco duros, veinte duros, acaso mil pesetas… Pues bien: mientras ocurra esto, aun puede haber otro Banco.

El señor Garcés, el conservero, se rascó la cabeza.

– Oiga, Pons: aunque sea así… ¿Usted por quién me ha tomado? Yo no tengo bastante dinero para afrontar la tal empresa… Y, de tenerlo, lo pensaría mucho… ¿Por qué no se dirige al señor Lobo o al señor Melgar?

– ¡Lo que yo me temía!- doliose Pons como hablando consigo mismo-. No están enterados de nada. Se enriquecen por milagro de Dios. Para fundar un Banco, amigo mío, lo de menos es el dinero.

– ¡Esa es buena!- gruñó, asombrado Garcés.

– Lo menos preciso es el dinero. El dinero lo traen los demás: el que teme que se lo roben, el que ha de enviarlo de aquí para allá, el que quiere ordeñar- y no sabe cómo- esa ubre que tiene cada peseta y que segrega cuatro o cinco centimitos anuales… Es estos tiempos hay en España más dinero que nunca, y mucha gente, desconcertada por la riqueza, no sabe qué hacer. Un país súbitamente invadido por el oro corre tan grave peligro como una persona a la que se le hace respirar, demasiado oxígeno. Por eso se abren con toda prisa esos sumideros que son los Bancos. Yo no le pido a usted más que el dinero necesario para pagar durante tres meses un local, los muebles y los empleados precisos.

– ¿Qué local?

– Planta baja.

– ¿Qué muebles?

– Pupitres de pino, sillas altas…; pero, sobre todo, seis o siete máquinas de escribir y un mostrador con reja. Si el público ve que el mostrador de un banco no tiene reja, cree que no hay dinero que guardar y no deposita el suyo.

– ¿Cuántos empleados?

– Dos meritorios bastarán. Pero son indispensables cinco “botones” que recorran incesantemente la ciudad, con el nombre de banco en la gorra, y un portero uniformado.

– Y cuando tengamos todo esto, ¿qué hacemos?

– Atraer el pequeño ahorro. Sugerir a la cocinera que sisa, al empleado que dejó de fumar, al camarero que recibe buenas propinas, a todo aquel, en fin, que llega a últimos de mes con un duro ocioso en el bolsillo, la visión de una vejez desvalida, achacosa y tremenda, de la que puede librarse confiándonos esas cinco pesetas con las que ahora no se puede procurar ningún bien. A los diez años de depositar en nuestra caja un duro mensual, tendrá… ¡qué se yo!… Tendrán, por ejemplo, una pensión de un duro diario.

– ¿Cómo, “por ejemplo”, Pons?

– Quiero decir que si no los atrae esa ganancia, ofrecemos dos duros diarios.

– ¡Oh, eso sí que no lo creo, amigo mío!

– Con números, si a usted no le importa perder diez minutos, puedo demostrarle que es posible ofrecer cuatro o cinco. Y para la seriedad de un banco basta que sus números estén bien. Si después la realidad desbarata los cálculos…, la culpa es de la realidad. Pero dígame, ¿conoce usted algún banco que tenga la realidad encerrada en los sótanos?

Garcés se pellizcaba la barbilla.

– No…; eso es cierto…; no la tienen, no…

– ¿Entonces?

– Déjemelo pensar veinticuatro horas, Pons –rogó el conservero, pasando amablemente un brazo por los hombros del proyectista.

Y poco tiempo después comenzó a funcionar el Banco Mutual de la Clase Meida y Ayacentes (B. M. C. M. A), titulado también, con acierto menos pomposo, pero más patriarcal y sugeridor: El Día de Mañana.

Pronto quedó demostrado que al menos un pequeño grupo social sentía la necesidad de tal organismo. Algunos agricultores, diversos empleados y más de una docena de criadas que depositaban insolentemente el cesto de la compra sobre la mesa cubierta de revistas financieras del año anterior, corrieron a entregar pequeñas cantidades, ansiosos de asegurarse un porvenir que nunca habían podido contemplar serenamente. Ignoro la marchas de los negocios de El día de Mañana en aquellos sus primeros tiempos. Yo estuve una vez tan sólo en las oficinas. Entré porque necesitaba camibar un billete de cien pesetas, y siempre procuro hacer estas operaciones con el máximo de garantías. No había más que una mujerona del pueblo aguardando ante una ventanilla, y yo me dirigí a la del otro extremo y batí en el cristal con los nudillos.

Al lado opuesto del mostrador, listado el rostro por los barrotes dorados de la reja, apareció un empleado. Fue un momento.

– A la otra ventanilla- me dijo antes de recibir mi saludo.

Y volvió a desaparecer.

Juraría que era el mismo sujeto el que me preguntó medio metro más allá, en el siguiente hueco del cristal enrejado:

– ¿Qué desea?

– Cambiar un billete.

– A la otra ventanilla- me ordenó.

Di dos pasos a la derecha, y un individuo que se parecía al anterior tanto como un empleado puede parecerse a sí propio, indagó:

– Usted dirá…

-¿Pueden cambiarme…?

Indicó, cerrando el cristal…

-Vaya a la ventanilla siguiente.

     Esto ocurre en todos los bancos serios, y yo quedé bastante bien impresionado. Si lo cuento es para que se advierta que Pons tenía una idea suficientemente atinada del funcionamiento de una entidad de esta índole.

Me puse a esperar ante el ventanuco inmediato, cuando por el que estaba al final, cerca de la mujerona, me reclamaron con un “¡chts!” imperioso. El empleado a quien ya había visto tres veces me aguardaba, asomando la cabeza, en la conocida actitud de un hombre que ofrece su cuello a la guillotina. Le sonreí como a un viejo amigo; pero él se limitó a inquirir:

– ¿Libras? ¿Florines? ¿Coronas? ¿Rublos?

– No- interrumpí casi avergonzado-; cien pesetas…

– Cien pesetas… Muy bien… ¿Las tiene ahí?

– Sí, aquí las tengo.

– A verlas.

Cogió el billete, lo examinó y desapareció tras un biombo.

Entonces oí, involuntariamente, el diálogo que Pons, en la ventanilla de al lado, sostenía con la mujer gorda.

– ¿Qué me da usted aquí?- interrogaba con cierto tono de escándalo la voz del gerente.

– El duro del mes- afirmaba la mujerona-. Mi cuota es esa.

Un silencio; y después un opaco sonido de la moneda fuertemente batida contra el mostrador.

– O esto es plomo- gruñó Pons- o hay una riqueza en las cañerías de la casa.

– No sé lo que quiere usted decir- respondió la mujer dignamente.

– Señora- acusó Pons en lenguaje que me pareció poco bancario-, el pasado mes nos colocó usted un duro más falso que Judas, que se lo cobré yo mismo, y ahora viene a repetir la maniobra, ¿no? Suelte usted cinco pesetas de ley, o no hacemos negocio.

– ¡Pues no sé qué tiene este duro!

– Lo que no tiene es ni pizca de plata.

La mujer perdió su tesón. Dijo con desenfado:

– Bueno, y aunque así sea… ¿qué diablo quiere usted que traiga? ¿Mis ahorros? Pero yo no puedo ahorrar más que las monedas falsas, porque no me las admiten en ningún sitio. ¿A usted qué más le da? Un banco es un banco, y entre tantos duros como manejan ustedes no se ha de notar si uno es más o menos honrado. Más adelante, cuando los negocios me vayan bien… Tengo cuatro hijos… Y la verdad es que yo he tomado este duro engañada, creyéndolo bueno… Algo han de hacer por mí que les traje dos clientes hace diez días..

Pons vaciló un poco, mirando y remirando la moneda, antes de decir:

– Transijo por esta vez. Que sea la última. El condenado se parece más a un higo que a un duro, y me voy a ver negro para echarlo de encima. Ya el del mes pasado me costó mis sudores… En fin, ahí va su recibo.

La mujer salió rápidamente, mascullando su gratitud. Pons comentó después, dirigiéndose al empleado que esperaba a su espalda:

– Si no viene alguien más, no creo que podamos tomar hoy el aperitivo, Eduardo.

Pero Eduardo le hizo un gesto, y el gerente entonces reparó en mí. Se enteró de mi ruego mientas el empleado doblaba y desdoblaba el billete.

– ¿Cambio de qué? ¿De cien pesetas? Pero… habría que ir a la fábrica del señor Garcés. El señor Garcés es quien tiene el dinero…

La fábrica está a las afueras de la ciudad-

– Acudiré a otro banco- dije.

– Quizá sea más cómodo. No sabe usted cuánto lo siento, señor Velarde… Y… ¿no quiere usted hacerse un capitalito para la vejez? ¿Ahora que está en fondos? ¿Eh? Con esas cien pesetas paga el primer trimestre y… al cabo de diez años, tres duros diarios de renta… ¿Qué tal? ¡Trae un impreso , Eduardo!

Mi corazón latió apresuradamente y me enchufé en la ventanilla con tal impulso que Jorge, conocedor de los hombres, comprendió que en el Banco Mundial de la Clase Media y Adyacentes no había nadie con elocuencia bastante para hacerme renunciar al billete. Me lo devolvieron, suspiré y salí. Esto es todo lo que yo puedo contar de aquel negocio.

Ocho o diez días después, por motivos absolutamente ajenos a las operaciones del banco, que atañían sólo a los gastos personales de Pons, el señor Garcés le expulsó de El Día de Mañana, sin indemnización alguna, cuando el proyectista no tenía en su bolsillo más que diez pesetas recaudadas durante toda una jornada tras el mostrador enrejado.

Entre esta fecha y aquella en que el activo personaje tomó la resolución que honrará para siempre su nombre (haya lo que haya de cierto en lo que se dijo después, la resolución era enternecedora) transcurrió un mes. En este tiempo, Jorge Pons atendió decorosamente a su subsistencia cultivando un oficio que en los años de la guerra reforzó en proporción considerable los ingresos de muchos dependientes y oficinistas: escribió cuplés.

Consigno este nuevo avatar del proyectista porque revela la amplitud de sus facultades y, sobre todo, nos muestra su espíritu- saltando hasta la posía desde un Banco Mutual- poseído de una inquietud que difícilmente podrá encontrarse en los hombres de España fuera de aquel agitado período en que se buscaba el dinero por los procedimientos más extraordinarios y el dinero acudía hasta al más trivial de los reclamos. Esto explica también la prodigalidad con que era derrochado, ora en pianolas, ya en gramófonos, bien en automóviles y en fin, escapándose de las manos en despilfarros tan alegres, inusitados y delirantes que hasta hubo cuarenta o cincuenta españoles que acordaron por aquellos tiempos adornar sus casas con otras tantas bibliotecas en las que llegó a haber libros, clara revelación de rastacuerismo que hizo morir de risa a nuestra vieja plutocracia, que siempre supo mantenerse alejada de esas perturbadores frivolidades.

 

Capítulo 6

Por aquellos días sufrieron los germanófilos una grave defección. El Faro Iberiense, el diario más modesto y aburrido de los tres con que contaba la ciudad, y que defendía la acción de los Imperios Centrales, se pasó al enemigo con sus tres redactores, sus cinco cajistas, el administrador y siete vendedores callejeros. El tránsito fue tan brusco que causó sensación. Sin que ningún indicio anterior pudiera hacerles sospechar aquel cambio, sus ochocientos lectores vieron con sorpresa una mañana en la hoja que les suministraba el desayuno espiritual grandes titulares que afirmaban que Guillermo II era un monstruo abominable y que sus ejércitos no tardarían en ser aniquilados.

Como no ofrezco estos apuntes únicamente a la efímera curiosidad del lector de novelas, sino que los brindo también a los historiadores que hayan de reconstituir, pasados los años, las memorias de este tormentoso periodo, debo consignar lealmente que no era ésta la primera brusca desviación que sufrían las opiniones de El Faro. Al estallar la guerra, se declaró francófilo, y el director, don Silvino Pérez, pedía todas las mañanas la devolución de Alsacia y de Lorena con tanto ahínco como si tuviese propiedades en aquella comarca y se las detentasen los germanos. Poco tiempo después, coincidiendo con la aparición de unos anuncios de casas alemanas, El Faro separose de la Entente y rindió pleitesía a Hindenmburg. Su justificación ante los lectores fue el arribo al frente de batalla de un regimiento de senegaleses. El Faro declaró adolorido que era incompatible con los senegaleses. La santa causa de la Libertad, la Civilización, el Derecho y las Pequeñas Nacionalidades, no podía admitir, sin denigrarse, la colaboración de aquellos bárbaros de oscura piel traídos a Europa como feroces instrumentales de muerte.

Don Silvino Pérez afirmó, en un alarmante artículo, que las consecuencias de esa colaboración de hombres salvajes en la guerra sería funesta para todo el continente. Varias veces en las equilibradas columnas de El Faro se había llamado la atención de las potencias acerca del “peligro amarillo”. Cuando El Faro se dedicaba a meditar –cumpliendo uno de sus más importantes deberes- acerca del posible fin de la hegemonía europea, tenía la profética visión escalofriante de una irrupción abrumadora de hombres de las grandes emigraciones asiáticas, incontenibles como las avenidas de sus grandes ríos. Veía El Faro juncos chinos cubriendo el mar, acercándose a las playas del viejo continente. Veía hombrecillos de color azafranado saltar por las playas y los cantiles, formando un cordón que había de estrangular a Europa… Veía sus ojos oblicuos, sus bigotes lacios, sus túnicas de seda, sus sombreros en forma de setas, sus largos sables curvos, sus zapatos de punta retorcida…; y en todas las pequeñas embarcaciones había un estandarte en el que se retorcía, temible, un dragón. En estas imágenes recogía don Silvino Pérez todos sus recuerdos de las bandejas y los veladores de laca. Pero su fantasía achacaba gestos aún más terribles a los hombres de cabeza de marfil que habían de acabar con nosotros. ¿Qué ferocidades extraordinarias serían las suyas…? Evocaba los refinamientos de los suplicios asiáticos. Europa incendiada, toda Europa, una hoguera, y las figuritas menudas, de ojos torcidos, brincando entre las llamas, jubilosas, como salamandras vestidas de seda.

Pues bien: el peligro que El Faro Iberiense había denunciado en varias editoriales, amenazaba ya muy próximo. La visión profética del minúsculo diario iba a comprobarse en una fecha no distante. Y éramos nosotros mismos, los hombres de raza blanca, los que abríamos las puertas a las extrañas hordas feroces. Los japoneses ocupaban las Carolinas, donde los españoles vivieron; los negros de África estaban en Orleáns… Venían en calidad de fieras devoradoras de hombres, en calidad de máquinas de matar. Ya estaban en Europa, con sus rostros hocicudos, con sus ojos ensangrentados, con su recio pelo y su prominente dentadura blanca, de antropófagos… Imprudentemente, les enseñábamos los modernos sistemas de exterminio, enconábamos su odio contra el europeo, albergábamos la sierpe junto al corazón…

No… El Faro reconocía haberse equivocado en sus preferencias. La maravillosa raza india, embrutecida y esclavizada por el inglés; y ahora, los senegaleses… No. Ni la razón ni la justicia estaban de esa parte. Entrar los africanos en Francia y salir la simpatía de El Faro por la otra puerta, había sido simultáneo. Bien comprendía ahora que los aliados no esperarían mucho tiempo el fracaso final.

Pero dos meses después, acaso porque en una conferencia secreta, le hubiese convencido el cónsul de Francia, el director de El Faro amaneció con un traje nuevo y las antiguas ideas. Lo de los negros no tenía importancia. Era natural que se escatimasen las vidas de los hombres civilizados y que fuesen llevados a la lucha aquellos para quienes matar y morir constituía la única ocupación honrosa. A El Faro le constaba que los senegaleses se habían ofrecido a intervenir en la grave contienda, llenos de amoroso entusiasmo hacia la metrópoli amparadora. ¡De ellos debía aprender España! ¡Ay de las naciones que no acudiesen a verter sus sangre en la tierra sagrada de Francia en tales horas críticas! Cuando el momento de la liquidación llegase, recibirían el bien ganado castigo aniquilador. Era sonrojante que hasta los senegaleses nos dieran lecciones de cultura.

Después de esto, El Faro tornó a ser germanófilo y a pedir que cerrasen las fronteras y los puertos para que ni un solo grano de trigo, ni una sola mula fuesen exportados a los países beligerantes. Fue en aquel tiempo cuando el señor Pérez se mudó a la calle Larga, abandonando su fétido tabuco de la plaza del Pozo. Don Arístides Sobrido, el director del Colegio de San Antonio, los hermanos Zaera, que poseían un almacén de comestibles, y algunos otros significados germanófilos, habían comparado acciones del periódico. Pero no pudieron impedir el nuevo cambio de ideas sobrevenido cuando, después de negarse ellos a más importantes desembolsos, el señor Pérez les hizo saber que no podían tolerar el empleo de gases asfixiantes ideado por Alemania.

Es justo reconocer que las incesantes vacilaciones de sus preferencias no alteraban la felicidad del director de El Faro, que más bien ofrecía el creciente aspecto de un hombre satisfecho de su existencia. Sus deudores habían perdido la temible categoría de tales, y los tres desdichados que redactaban el periódico cobraban sus irrisorias gratificaciones con insólita puntualidad. Cierto es que el número de lectores disminuía en cada zigzag, pero todavía quedaba un grupo de leales. Un anciano sarmentoso y tullido, de humilde aspecto, aparecía el día primero de todos los meses en las oficinas y entregaba la peseta de la suscripción, recomendando:

-No se olviden de enviarme el periódico. Estoy muy intrigado. Me han dicho ustedes que debía ser francófilo; luego, germanófilo; aliadófilo, otra vez; después, partidario de Alemania… Soy viejo ya; pero sentiría morirme sin saber definitivamente lo que debo pensar de todo esto.

Los otros diarios locales, El Eco y La Gaceta de Iberina, se conservaban invariablemente fieles a sus primitivas devociones. El Eco defendía a los aliados, y La Gaceta hacía suya la causa de los Imperios Centrales. A lo largo de una polémica diaria, había concluido por encenderse también la guerra entre ambos periódicos. Varias veces se habían zurrado sus respectivos repartidores al encontrarse en la escalera de la misma casa; adjetivos incandescentes eran disparados desde las columnas de El Eco a las de su rival, y viceversa. Apretados ejércitos de letras del tipo ocho se lanzaban cada mañana unos contra otros en defensa de los opuestos amores. Y el grueso cañón que era la pluma de Atila tosía cotidiana y formidablemente desde La Gaceta. Atila era un comandante de la escala de reserva que escribía para el diario germanófilo la “crítica” de la guerra. Sabía zaherir a los adversarios, abultar las victorias, convertir las huidas en “retiradas estratégicas”, “rectificaciones del frente” y “cambios de posición”. Cuando los ejércitos de quienes se había declarado protector abandonaban una ciudad, explicaba que no la habían tomado más que para producir “un efecto moral”; disminuía el número de las bajas amigas en todos los partes y aumentaba las del contrario. Su popularidad en Iberina era inmensa, mucho mayor que la del crítico militar de El Eco, que era un simple pasante de notario y firmaba con dos asteriscos. Este caballero utilizaba los mismos trucos que Atila y equivocaba siempre los nombres de los lugares rusos y austriacos que aparecían en la roja pantalla de la guerra, y de los generales alemanes.

En cuanto a los directores de los dos periódicos, habían dejado de saludarse a los seis meses de comenzadas las operaciones, y en Iberina era opinión corriente que en un momento cualquiera ocurriría un choque dramático entre ambos caballeros. Y así sucedió.

Fue el día del banquete de gala en la Diputación, en honor de un presidente que se había enriquecido mucho más que todos los anteriores. El director de El Eco, señor López, se dirigía al salón de la fiesta cuando se encontró con el director de La Gaceta, señor Gómez, que marchaba en sentido inverso buscando un escondite donde dejar a buen recaudo, para recuperarla después, la mitad de un cigarro que estaba fumando. Halláronse frente a frente bajo el dintel de la misma puerta. Cada uno esperó que el paso le fuese cedido. El señor López, al fin, lanzó un despectivo salivazo sobre la butaca que estaba a su derecha. Entontes, dignamente, el señor Gómez proyectó un decilitro de la misma sustancia sobre un cortinón. Después intimó:

– ¡Atrás, gabacho!

Y el señor López, heroico:

-Yo no cedo el paso a un troglodita.

– ¡Cipayo!

– ¡Boche!

Se miraron con ojos llameantes, casi rozándose las narices. De pronto, el director de El Eco lanzó una carcajada burlona.

– ¿Qué?- dijo-. ¿Se ha olvidado usted ya de la paliza del Marne?

El director de La Gaceta fue entonces el que no pudo contener una risotada altiva antes de preguntar:

– ¿Le escuece aún lo de Amberes?

– Por última vez: ¡sepárese!

– Por última vez: ¡paso!

– Perfectamente- rugió- ; vamos a ver, entonces, cuál es el más hombre de los dos.

Y alargando una mano hacia una silla próxima, la atrajo y se sentó ante la puerta. Aun no se había extinguido el golpe con que la hizo batir sobre el parquet, cuando sonó otro igual. El señor Gómez acababa de sentarse al otro lado del umbral, frente a su enemigo, dispuesto a no moverse nunca.

Se dice que estuvieron así media hora, retándose con la mirada, escupiendo, despreciando recíprocamente el peligro de una agresión, insensibles a los ruidos que llegaban del comedor, donde ya había comenzado la sabrosa comida. El caso es que cuando alguien les encontró en aquella actitud irreductible, tuvo que hacer venir al propio presidente para que cediesen en su brava tenacidad. Por entre los hombros de los amigos, que le arrastraban asegurándose que el puré de guisantes ya estaba frío, el señor Gómez lanzó un reto trágico a su rival:

– ¡En Verdun lo veremos, señor mío!

Y su rival, extendiendo un brazo amenazador sobre las cabezas de sus apaciguadores, replicó, con brío semejante:

-¡En Verdun, en Verdun les esperamos a ustedes!

Este impresionante choque entre los dos famosos periodistas fue muy comentado en la ciudad, y Atila hizo una enérgica y transparente alusión a él en su artículo ¡Venceremos a todos!, en el que fue especialmente celebrada su afirmación de que, para discutir “con cierto esbirro de Francia”, era indispensable el uso de la careta contra los gases asfixiantes; diáfana referencia a la ozena que padecía el señor López.

Se ha asegurado que tal artículo señaló la cumbre de las aptitudes críticas de Atila. No es absolutamente cierto. Al menos debe consignarse que el desbordamiento de la admiración popular hacia el valioso auxiliar de Hindenburgo ocurrió cuando el fuerte Douamont cayó por tercera o cuarta vez en poder de las tropas del Kronprinz. Refiriéndose a las enormes pérdidas de ambos ejércitos y alzando –con espíritu extrañamente sereno, casi regocijado- el Ideal por encima de aquel mar de sangre, trazó las vibrantes líneas de su crónica ¡No importa!, tristemente olvidada ya, que entrañaba el más sublime desprecio por la vida humana. Entonces fue cuando se le ofreció un banquete de trescientos cubiertos y se le invitó a pronunciar conferencias en cinco pueblos de la región, donde firmó innumerables abanicos, devoró abundantes manjares y suscitó la curiosidad pública en tan alto grado como si fuera el mismo Kaiser. En Campolirondo del Cid alguien gritó a su paso:

– ¡Viva el vencedor de Verdum!

Y él sonrió; pero, dueño de sus vanidades y esclavo de la verdad, extendió su mano para recomendar calma, y opuso:

– Todavía…, todavía, amigo…

Era un hombre abnegado y tranquilo a quien, a lo largo de los incidentes de una guerra espantosa, nadie vio nunca perder serenidad ni ceder un milímetro de las posiciones que ocupó el primer día. El sujeto de los dos asteriscos también se portó valientemente, y sería injusto quien negase importancia a sus esfuerzos por convencer al mundo de que los franceses eran latinos y los iberienses también. Nunca razonó esta oriundez; pero si sus frases no tenían la fuerte contundencia de las afirmaciones científicas, poseían, en cambio, el irresistible atractivo de las corazonadas. El tenaz escritor modestamente oculto tras las dos estrellitas tipográficas conquistó medio mundo para el latinismo en aquellos años de fiebre. Avanzaba por el mapamundi, incontenible y dominador, y ponía la marca del Lacio, con el hierro –enrojecido de entusiasmo- de su pluma francófila, en todos los rincones de la Tierra. Esto bien vale algo, digo yo. No obstante, en ningún momento llegó a alcanzar la popularidad de Atila.

Atila tuvo en Iberina tanta importancia como Hindenburg y llegó a parecer, no un crítico, sino un personaje de la guerra. Hoy comenta los estrenos teatrales de La Gaceta, y guarda, como recuerdo de las admiraciones suscitadas entonces, seis estilográficas de oro.

En cuanto al hombre de los dos asteriscos, del gran imperio latino que fundó y unió tan trabajosamente… ya no queda nada.

Sí… Algunos tenderos franceses que quieren colocar sus mercancías en Sudamérica, algunos argentinos que visitan París y sucumben al deseo de llamarse a la parte en sus grandezas, hablan todavía de latinismo… Pero pocos…, mal…, sin fe suficiente… Vedijas de una nube que se deshace… Dispersos residuos de lo que debió de ser tan amplio que precisaba el nombre de la raza. Supervivientes, más bien. Como los comanches, los mormones, las ballenas azules, los parches de sebo contra la tos…

 Adelanto del  Capítulo 7

Es cierto que Jorge Pons se hacía pagar el café en la tertulia de don Amaro. Pero no sin dolor de su corazón. Toleraba la generosidad de sus amigos con la melancolía de quien sabe que es víctima de una persecución personal y enconada de la Fatalidad. La principal desgracia de Pons, base de todas sus otras desgracias, era haber nacido español. Muchas veces aseguraba a sus contertulios, con la voz empañada, los ojos fijos en la lejanía, que si hubiese tenido la suerte de nacer ciudadano de Norteamérica o de vivir en un país joven y ávido, como la Argentina, su nombre resonaría en el mundo con el áureo estrépito del de un Morgan o un Rockefeller, de un Stinnes o de Vanderbilt. Conocía las biografías de muchos grandes fundadores de fortunas, y sentía en su interior hervir estérilmente la pujanza precisa para superarlos. Iniciativas diversas que confluían en la aspiración de hallar dinero, brotaban dentro de su cráneo rapado y se hinchaban hasta parecer que empujaban a sus ojos saltones. Era capaz, según decía, de urdir cada veinticuatro horas una idea suficientemente jugosa para enriquecer a un hombre. Pero… en España…, ya se sabe: mediocridad, tradicionalismo… y la terrible timidez del dinero…; no se concibe el crédito personal…; se fía una cantidad sobre un reloj, sobre unas sábanas viejas, sobre una capa en cuyos embozos viven millones de bacilos; pero nadie prestaría una peseta a un hombre que no tuviese otra cosa que una idea genial. ¿Qué se puede esperar de un país donde el propio Banco Nacional toma dinero en sus cuentas corrientes sin pagar interés y lo presta a un alto tanto por ciento y con garantías superiores al valor del préstamo? En la hora de la Revolución, había que llevar a la barra, como primeros responsables del atraso económico de España, a todos los consejeros y gobernadores de este sórdido negocio de judíos, turbio e intolerable.