Capítulo 15 (último)

La guerra ha terminado hace tiempo. Los pueblos arrasados surgieron otra vez de entre los escombros. Hay menos libertad que antes, y la Justicia y el Derecho siguen entregándose a los fuertes, como mujerzuelas. El “material humano” ha sido repuesto. El mundo está tranquilo. Pero Iberina no ha ganado nada con la paz.

No; no ha ganado nada. Ahora no es más que una ciudad aburrida y monótona, con silencio en las calles y en las almas, donde lo extraordinario es imposible, donde nadie echa tierra y guijarros en los hogares- en vez de carbón-, donde si la vieja barcaza de Riera existiese, no valdría más que un montón de leña, donde los chicos prefieren un uniforme de “botones” al de un boy-scout.

Las telas que urde Moltó por procedimientos malayos no salen ya de España ni aun de la región; ha hecho falta un decreto firmado por el rey para que, como protección a la industria nacional, se vistan con ellas los niños de todos los asilos de la provincia, que desde entonces marchan en Iberina por el medio de las calles, con unos carteles que avisan: “¡Ojo, que mancho!”. Los periódicos languidecen, sin interés, empleando en sus reseñas de los partidos de fútbol el stock de frases entusiastas acumuladas para describir y enjuiciar la guerra. Medina, absorto en la contemplación de su ombligo literario, se complace en mondar al hombre de sus divinas cortezas, descubriendo ahora el Mediterráneo de los seres que coexisten dentro de un solo ser, y de segregar metáforas que no sirven idea alguna, vacías como esos huevos de avestruz pintarrajeados que cuelgan en algunos gabinetes indianos. Don Arístides Sobrido y el mueblista Suárez turnan en la presencia de la Agrupación de tenedores de marcos-papel. Muchas fortunas se disiparon con la humareda de la última granada. El dinero volvió a encogerse, temeroso, en sus cuevas blindadas, inasequible y huraño. Para el comerciante es imposible ya aquel seguro optimismo con que cada mañana, al despertar, llamaba telefónicamente a sus empleados para ordenarles con una jovial arbitrariedad:

–          Subid hoy en una peseta el kilo de café.

Todos hubieron de claudicar lentamente. Sólo los hermanos Zaera supieron defender sus privilegios con tesón heroico, y, como en los felices tiempos en que todo se justificaba diciendo: “¡es la guerra!”, aumentaron todas las semanas el precio de sus artículos. La clientela les abandonó; muchos géneros se pudrieron en un almacén. Pero ellos iban acumulando sobre los que aun quedaban el coste de los otros y el crecido interés que ansiaban, Hace un mes sólo poseían un saco de castañas pilongas. Cada una de estas castañas estaba valorada por los Zaera en siete mil pesetas. Quizá hoy valgan más. Cuando alguien les reprendía su locura contestaban:

–          Ganar algo, vendiendo mucho, es un criterio comercial inadmisible. Produce disgustos, obliga a cavilar en exceso. Nosotros aspiramos a ganar mucho vendiendo un poco. Es cierto que nadie entra en nuestra tienda hace años; pero el día en que vendamos esas castañas podremos retirarnos de los negocios, enriquecidos. ¿Y por qué no ha de llegar ese día?

Los hermanos Zaera son socios de honor de todas las Cámaras de Comercio españolas, que han reconocido en ellos los representantes más fieles del criterio mercantil de la nación. En la Junta de Aranceles y Valoraciones se ha recibido y comentado favorablemente una memoria firmada por los hermanos Zaera, cuyo título es: “Protección a la venta de un saco de castañas pilongas”. Se espera de un momento a otro la promulgación de una ley que les ampare.

Pero este es un caso aislado; como el de aquel camisero de la calle Larga que mató de un tiro a un sujeto que, después de adquirir un cuello planchado, se negó a comprar también una docena de calcetines. Aunque, según declaró el matador ante el juez, no disparó precisamente por eso, sino por el miedo insuperable a que el tal individuo le devolviese el cuello al comprobar que no era de la medida solicitada. Y esta eximente le salvó.

Nada de esto podía ocurrir durante los años de la guerra, en los que todo el mundo ganaba y tiraba el dinero alegremente, convencido por tantos reiterados ejemplos de que las más grandes fortunas, acumuladas a costa de esfuerzos extraordinarios, podían convertirse de la noche a la mañana en un montoncito de papel, y de que la vida era todavía más insegura que la riqueza. Se pensaba entonces que la miseria y los cascos de granada llegan a todas partes cuando menos se les espera, y se procedía consecuentemente. El juego y el vino enaltecían la existencia con sus encantadoras arbitrariedades, y millares de mujercitas extranjeras refugiadas en nuestro país, mientras aprendían la recia lengua castellana en los cabarets, nos enseñaban que el amor es desesperadamente igual en todas las razas, y que el tipo de la “real hembra”, en cuya veneración aun vivíamos, era indigesto e indefendible. Por ellas supieron con estupefacción nuestras “tanguistas” que no es absolutamente indispensable arrojar botellas contra la pared para divertirse, y este descubrimiento perjudicó en alto grado los intereses de las fábricas de espejos.

Perdimos algo más con la pacificación de Europa. Perdimos muchos hombres ilustres, muchos ciudadanos notables, muchos cerebros privilegiados. Tantos como los beligerantes destrozaron en la guerra, se anularon, con la paz, en España. Innúmeros compatriotas nuestros se habían creado una alta reputación injuriando fuertemente a cualquiera de los bandos en lucha. El iberiense que llamó “igorrotes” a los alemanes, fue concejal. Gritando: “¡Viva Alemania!”, o “¡Viva Francia!”, se escalaban puestos en política, en la administración y en la literatura. Entonces no se exigía nada más. El talento de un francófilo era inapreciable para los germanófilos, pero deslumbraba a los amigos de la Entente. Y al revés. Entonces tuvimos más genios que nunca. Pero ya se extinguió aquel placer de vivir en un país de prohombres, donde uno mismo podía serlo nada más que con lanzar un grito. Acabada la guerra, todo se aplanó, y las grandes figuras que vociferaban “¡viva!” y “¡muera!” volvieron a sus proporciones normales, exiguas. Don Amado Casal no consiguió nunca más tener un enemigo. En cuanto a aquel hombre tan emprendedor, tan pródigo en iniciativas, que era Jorge Pons, ha cesado súbitamente de ser útil a sus semejantes, y ahora circula por un cauce modesto el caudal de ideas de aquel ser extraordinario y fecundo que, si la suerte le hubiese asistido en la misma medida que a otros tantos, hubiera sido famoso banquero, inventor celebrado, negociante magnífico. Desde hace años rueda oscuramente por las ferias de Castilla la Vieja y Extremadura. Exhibía primero un homúnculo depauperado, de estrábico mirar, gelatinoso y cretino, al que anunciaba diciendo que era el español que había leído todos los artículos de la guerra publicados en la Península. Ejemplar único cuyo cerebro aseguraba estar adquirido por la Facultad de Medicina de Madrid para satisfacer curiosidades impacientes. Después mostró, por veinticinco céntimos, a la hija menor del Zar, milagrosamente librada de la furia bolchevique.

¡Oh, Pons, el antiguo proyectista Pons, no hará nada vulgar! Estoy seguro.

Algunas veces hablo con Atila, el que tan valioso auxilio prestó con sus críticas desde La Gaceta a las tropas del Kaiser. Y Atila me dice:

–          ¡Qué falta está haciendo otra guerrita, querido Velarde!

–          ¿Un poquito lejos- aclaro-, como aquella?

Y él entorna los ojos inteligentes y razona:

–          Un poquito lejos, si puede ser; se domina más el panorama, se enjuicia mejor.

Y yo exclamo, moviendo melancólicamente la cabeza:

–          ¡Pero es feroz, es feroz!

Entonces Atila discurre:

–          Es lo menos feroz, amigo mío. Todo lo que ocurre en el mundo es más horripilante y cruel que una guerra. El argumento de mayor importancia que se aduce contra las guerras es que en ellas muere gente. Pero, ¿es que vivirían aún los que cayeron en las luchas de Ciro, de Alejandro el Grande, de Napoleón? La guerra es… otra manera de morir. Y la más alegre, la más notoria, la más decorativa y comentada. La tierra removida en oleadas por los proyectiles, una tempestad de hierro aullando en el aire, luces, estrépito, desgarramientos… el soldado piensa: “¡Es el infierno desencadenado, es el universo que se desgaja; aquí no queda nada en su sitio!” Y cuando un trozo de metal taladra su cuerpo, añade: “¡Es natural; no podía ocurrir otra cosa; al diablo este barullo!”. Y muere contento de evadirse de aquella tremenda confusión. El mismo hombre, en la vida normal, invadido por los microbios de cualquier enfermedad incurable, agonizaría sin esperanza, tristemente aburrido en un lecho de setenta y cinco pesetas, seguro de que jamás se volvería a hablar de él. Un soldado sabe por qué muere. Un tífico, no. Un soldado dice: “Estoy colaborando en la Historia; ese francés me mata porque yo soy alemán: muy razonable”. Un tífico cavila: “Pero ¿qué abuso es este? ¿Por qué absurdo he de servir de pasto a unos bichitos que se me han metido dentro no sé cómo, que no me importan nada y con los que no tengo la menor relación? ¡Qué estupidez! ¡Qué muerte más inútil! ¡Si yo no me negaría a prepararles una buena gelatina para que se alimentasen y multiplicasen fuera de mí!” Y, fíjese usted, estas defunciones- que son las más numerosas y las más horribles- apenas infunden miedo a la humanidad. Las de la guerra, sí. Y el miedo es el motor que nos impulsa. Sin miedo, no existiría la civilización. El miedo nos llevó a construir nuestras primeras viviendas. El miedo nos hizo inventar una luz que sustituyese a la del día. El miedo nos enseñó a idear sistemas de movernos más aprisa. La primera vez que un hombre soñó en volar fue cuando comprendió que corriendo no podía escaparse del enemigo. El miedo es el espolique del progreso. ¿Por qué ocurre ese fenómeno, tantas veces comprobado, de que las ciencias avanzan prodigiosamente durante las guerras? Porque el miedo las anima. Se sabe que es un hecho de biología social la ruina de los imperios en cuanto logran extensión y grandeza bastantes para alcanzar la hegemonía del mundo; sin embargo, no se explica este paradójico decaimiento del fuerte en cuanto alcanza la máxima fortaleza. Pues yo le digo a usted: es porque su misma robustez invencible le impide tener miedo y al faltarle el miedo se ablanda y desmorona y deshace. Toda la organización de la sociedad se ha construido sobre la base del miedo. Por miedo se unieron los hombres que formaron el primer clan. Por miedo no saltamos sobre la mujer agradable, sobre la garganta del rival, sobre la cartera del transeúnte. El miedo- un miedo violento, colectivo, apremiante: el de las guerras- hace falta en el mundo.

–          Atila– pregunté-, ¿ha leído usted novelas de la guerra?

–          Sí- afirmó-, algunas…

–          ¿No cree usted que despertarán en los pueblos el horror contra esas hecatombes terribles?

–          Creo que suscitan una nueva curiosidad, que enseñan, a su pesar, el saboreo de la grandeza monstruosa de una lucha con los poderosos medios modernos de destrucción. Después de esas lecturas, muchísima gente iría encantada y ansiosa a presenciar una batalla, si pudiese verla con la misma seguridad que en el cinematógrafo. En verdad, ayudan otra guerra posible. Aun el más pacifista de los escritores exalta en sus páginas, en algún momento, el heroísmo, la frialdad ante el peligro, el bello desdén a la muerte. Eso es ayudar a la guerra.

–          Pero los sufrimientos que narran…

–          Hasta el que los ha padecido llega a olvidarlos. ¿Sabe usted quién fue el que quiso destruir, en una Exposición parisiense, un cuadro en el que se condenaba crudamente la guerra? Un ex soldado que conoció los suplicios del frente. Hay un asunto más original y tan útil como el de esos libros…

–          ¿Cuál?

–          La novela del canceroso. No está escrita aún.

Suelo dar un paseíto, antes de comer, por la calle Larga. Entonces veo grupos de muchachas que toman su aperitivo en la terraza del Bar Americano, desenfadadamente sentadas. Me hubiese gustado acomodarme cerca de ellas para escuchar su charla. Pero los cócteles son muy caros y, por otra parte, mi hiperclorhidria me prohíbe beber.

     Ellas tienen estómagos fuertes y… ganan más dinero que yo. Aurora gana también más dinero que yo. Es jefe de ventas. Su hermana terminará este año la carrera de Medicina. Nos arrinconan. Cuando pienso en esto veo claramente que lo único que la guerra ha cambiado en el mundo es la situación de la mujer. Los muros del hogar- ferozmente celosos- se agrietaron con la deflagración poderosa. Por el cruel desgarrón que produjo la marcha del hijo, del padre, del marido, hacia la estúpida muerte, salieron ellas también para tomar en los talleres las abandonadas herramientas y en las oficinas las plumas ociosas. Ha nacido una raza nueva de mujeres: la de las que ganan su pan con el trabajo honrado. Insospechadamente fuertes, insolentemente decididas, se encaran con el Ser que expulsó a la primera pareja del Paraíso y gritan:

–          ¡Quiero también para mí la maldición con que has afligido a Adán!

Y ahora se diría que, cada vez que cobran su jornal o su sueldo, el metal de las monedas va a endurecer más aún, a hacer más resistente, su libertad y su albedrío.

La larga niñez de Eva terminó en 1914, y la sangre que encharcó a Europa fue como la aparición de su pubertad.

Ellas pudieron acaso impedir la guerra con la fuerza de su debilidad, con la dulzura de su llanto, con la posibilidad en que estaban de confesar eso que ningún hombre debe decir nunca: la seguridad de que la guerra es un monstruoso sacrificio inútil. Pudieron cruzarse e el umbral de las casas, tenderse en los rieles del tren, obstruir con sus cuerpos sagrados las bocas de los cañones…; no se, no sé…: algo grande que sólo podría precisar si yo tuviese un corazón de madre. En cambio de esto, ellas mismas alistaban reclutas, sugerían al novio la trivial codicia de un cintajo, pronunciaban ante el hijo condenado a morir tópicos aterradores: “cumple con tu deber”, “salva a tu patria”…

Eran así… No sabían… Recoletas, dulces, educadas en la sumisión, adormecidas en el secuestro de su voluntad…

Ahora, dueñas de sí mismas, cultas, con influjo en la vida social, libres…, ahora será otra cosa…

En la próxima guerra se batirán rabiosamente a nuestro lado en sabe Dios qué infierno de imprevistas crueldades.

10 Respuestas to “Capítulo 15 (último)”


  1. 1 S-e febrero 12, 2010 a las 22:08

    Pues ya está, se acabó. Habrá que aplicar aquello de que si lo bueno breve, dos veces bueno!!!

    La novela es fantástica, de cabo a cabo; pero 15 capítulos, como 15 soles durante 15 semanas (casi 4 meses…), ayayayayayay, q se me ha hecho corto!!!

    Muchísimas gracias por compartir esta maravillosa historia.

  2. 2 Bernardinas febrero 13, 2010 a las 10:16

    «Cuando lo termine, lo leeré», me iba diciendo. Así que ha llegado el momento. Gracias por tu uso responsable de las nuevas tecnologías.

  3. 3 Parado amancebado febrero 14, 2010 a las 0:14

    Esto sí que es, como dicen los italianos, «chiudere in belleza»… pero ¡qué pena!, aunque como tú bien decías algún día tenía que pasar.

    Muchísimas gracias por compartir con nosotros esta obra, yo hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto y no estaba tan orgulloso de poder hacer (un poco) mías las castañas a 7000 pts, la «siembra» del azúcar, los misterios del «aviacionismo», el fabuloso «Carbón» de Iberina, el método de matar prisioneros afeitándoles (mal) cada día y tantas otras cosas buenas y personajes inolvidables…

    De la lectura de este estupendo texto me quedo con la agradable sensación de estar en una montaña rusa de miserias en que cada vez que te despistas, el canalla de Wenceslao te mete de lleno un estilete de carcajadas en el pecho; o todo lo contrarío y, cuando menos te lo esperas, entre sonrisita, risita y carcajada te asalta con una tan durísima descripción de los pozos y las sombras (de Torrente Ballester 😉 ) que aún hoy en día son tan actuales y nos son tan comunes.

    ¡Muchas gracias!

    P.S:
    ¿Qué ha pasado con los cinco primeros capítulos?, ¿es cosa de mi buscador o están borrados?. ¿Has pensado en recuperar alguna otra obra de Wenceslao o de otro autor?

  4. 4 somoscuerpos febrero 14, 2010 a las 10:55

    ahora a leer!

    vaya currazo tas dao, gracias guapi!!!

    :))))
    miguel

  5. 5 teoriadecatastrofes febrero 15, 2010 a las 17:15

    Muchas gracias por vuestro interés, ya sabía yo que esta novela tenía que gustar a más gente.
    Los cinco primeros capítulos se pueden leer si seleccionas «capítulo anterior» en el sexto, de todas formas, si encuentro un rato, le cambio la configuración a la página para que se vean todos.
    La verdad es que no tengo más novelas en fotocopias guardadas en un cajón, así que, de momento, no me veo copiando nada más, pero gracias por la sugerencia.
    Nos vemos por los blogs… Besos!

  6. 6 pacoalczr febrero 19, 2010 a las 9:48

    «Un soldado dice: “Estoy colaborando en la Historia; ese francés me mata porque yo soy alemán: muy razonable”.

    Aunque sólo sea por frases como ésta del último capítulo, vale la pena leer el libro…Cuando me contaste tu plan de transcribir la novela pensé que se trataba de alguna extraña alteración psicológica, pero después de estos meses de lectura sólo te puedo dar las gracias!

  7. 7 Luis febrero 22, 2010 a las 14:47

    Como el mejor Chesterton, pero de aquí. Una gozada. Me lo he pasado en grande; muchísimas gracias, Laura.

  8. 8 Parado amancebado febrero 24, 2010 a las 23:31

    Yo lo estoy echando tanto de menos que inconscientemente vuelvo a esta página, ¡y además comento!

  9. 10 Laura diciembre 22, 2010 a las 19:57

    Muchas gracias por el enlace, parado amancebado! Me interesan mucho estas declaraciones de la familia, realmente piensan lo mismo que yo, que por culpa de la ceguera política de buena parte de la crítica literaria española, mucha gente se está perdiendo novelas como esta.
    Un saludo!


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